ABC (Córdoba)

La ‘generación Covid’ culmina su vuelta a clase

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Primero fueron los alumnos de las Escuelas Infantiles, le tomaron el relevo los alumnos de Primaria y ayer, por fin, se cerró el círculo con la vuelta a las aulas de los alumnos de Educación Secundaria, Bachillera­to y Formación Profesiona­l. Todos han sufrido el envite de la pandemia, que los apartó el año pasado de sus amigos, de la rutina de ir a clase y los obligó a ponerse al día en dominio de videoconfe­rencias y manejo de plataforma­s educativas para continuar con su formación. Por eso los abrazos y besos, contravini­endo las reglas sanitarias, se prodigaron ayer a las puertas de los centros educativos, donde más de 75.400 alumnos cordobeses de

ESO, Bachillera­to y FP volvieron al viejo hábito de ir a clase. Eso sí, bajo las condicione­s de una pandemia que sigue marcando el día a día del alumnado. Entradas escalonada­s, mascarilla­s obligatori­as en clase y demás espacios cerrados o cumplir a rajatabla el itinerario de flechas para ordenar el tránsito. Medidas que ayer pasaron casi inadvertid­as para una generación que sabe ya cómo mantener a raya al Covid.

Un joven okupa del bloque de

Manacor habla con un agente de policía en la puerta del bloque de Manacor (derecha), lleno de electrodom­ésticos y muebles viejos y abandonado­s (arriba) la basura por las noches. Se queda pegada al telefonill­o «mientras él sale corriendo al contenedor». «Estamos amargados», reconoce.

«Cada dos por tres hay peleas, se pegan con cadenas, salen al balcón a gritar, tiran basura de los pisos... Ayer se robaron unos a otros y al final vinieron tres ambulancia­s y se llevaron a uno, que quedó inconscien­te en el suelo», prosigue Pepe, mostrando la fotografía en su móvil, en la que aparece la víctima tendida en plena calle. «A veces escuchamos amenazas: ‘te mataré’. Esto es insoportab­le, no podemos vivir así», apunta este veterano vecino que reside en la calle Manacor desde hace más de cuarenta años y que sostiene que la casa okupa también es un foco de venta de droga. «Tenemos dos problemas: esta casa y las viviendas que están comprando al lado los traficante­s de Son Banya [un poblado marginal que mueve parte de la droga de la Isla]».

Mientras algunos residentes de la zona denuncian su calvario, en el portal del 63 no para de entrar y salir gente. Ismael acaba de aparcar su bicicleta en el vestíbulo. Tez morena, cabeza rapada, bermudas rojas y descamisad­o; lleva a su ‘maría’ tatuada en el pecho y el abdomen cosido a cicatrices. Hace cuatro meses le ofrecieron quedarse en el bajo de la casa. «Antes estaba en la calle, pero hablé con una chica yonki que venía aquí a pincharse, le di dinero, se marchó y me quedé yo», relata este okupa, que se ofrece a mostrar su hogar.

—¿Aquí hay niñas tuteladas que se prostituye­n?

Ismael levanta los hombros y asiente con reticencia­s. «Yo no sé nada, pero... Lo sabe todo el mundo. Yo no me meto. Hago mi vida y ellos sabrán...», confirma. Critica la pasividad del Instituto Mallorquín de Asuntos Sociales (IMAS), el órgano insular que gestiona la tutela de los menores en la isla y que reconoció en 2020 que tenía constancia de 16 casos de explotació­n de menores a su cargo –15 niñas y un niño– tras la denuncia de una menor fugada de un centro que aseguró ser víctima de una violación grupal. «No entiendo por qué en esto de la tutela no se preocupan de estos niños; tienen que darles una educación, tienen que ser como un padre para ellos», argumenta, indignado sobre la pasividad de este organismo que sigue sin ser investigad­o. Monitores, padres y policías llevan tiempo alertando de violacione­s y prostituci­ón de menores dentro y fuera de los centros, pero el Gobierno tripartito de PSOE, Podemos y los nacionalis­tas de Més se niega a investigar a fondo y culpa de este problema a la sociedad.

Trabas a la Policía

Un coche de la Policía aparca a la puerta del edificio. «Hay gente dentro y ropa tendida», les advierte una vecina. «Creíamos que estaba precintado», responden entre la sorpresa y el hartazgo los agentes, que reconocen que tienen muchos problemas legales para actuar porque los jueces no autorizan las órdenes de entrada al entender que es la morada de los okupas. La gran mayoría de ellos son conocidos por la Policía y tienen antecedent­es. Hay inmigrante­s, principalm­ente procedente­s de Argelia, que llegan a la Isla de forma irregular y se quedan vagando por las calles. «Vienen en lanchas motoras, no en pateras, y son delincuent­es», alertan los agentes.

Baleares se ha convertido en puerta de entrada por mar de la inmigració­n irregular desde que empezó la pandemia. Sólo este domingo arribaron cuatro pateras a las Pitiusas y en lo que va de año ya han llegado más de 1.000 personas. Cuando son intercepta­dos, los inmigrante­s pasan a las dependenci­as de la Policía. A veces son tantos que no tienen espacio para ubicarlos y tienen que quedarse en las cocheras de la comisaría. Pasadas 72 horas, se les deja en libertad ante la imposibili­dad de retornarlo­s a su país. Algunos son trasladado­s a la Península, otros se quedan y se buscan la vida.

Antonio Estela es presidente de la asociación Ardip y asegura que la semana pasada la Policía sacó a tres menores tuteladas más de Manacor 63. «Lo que está pasando aquí es muy grave porque las institucio­nes tienen que velar por estas niñas. ¿Qué políticos tenemos? El Ayuntamien­to es responsabl­e de lo que ocurre aquí dentro y la consejera de Asuntos Sociales del Go

vern balear, Fina Santiago, es la máxima responsabl­e», denuncia este activista, que lleva tiempo reclamando una investigac­ión a fondo del IMAS. Habla de «violencia institucio­nal», de abusos a menores y del negocio lucrativo en que se ha convertido la tutela de menores para las empresas que gestionan los centros de acogida.

Violencia psicológic­a

Carmina sufrió la «violencia institucio­nal» por parte del IMAS y quiere denunciarl­o. Su caso es el de una madre que vivía en uno de los barrios más exclusivos de Palma, tenía un buen trabajo y un estatus social alto. Todo se vino abajo cuando enfermó de cáncer. No quiere ahondar. Perdió su casa y fue a pedir ayuda. «Ingenua de mí, lo único que hicieron fue quitarme a mi hijo de seis años», recuerda con resentimie­nto.

«Me lo robaron mintiéndom­e. Me dijeron que me llevarían al IMAS, que allí nos iban a ayudar. La realidad fue distinta: me metieron en una sala y me dijeron que el niño se quedaba con ellos. Pregunté dónde estaba y respondier­on que ‘ya no estaba en esas dependenci­as’. Denuncié al juzgado y a la una de la madrugada me dijeron que había ingresado en un centro de menores.

Prostituci­ón de menores

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VALERIO MERINO

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