ABC (Córdoba)

Manosear la ley de leyes

- POR JORGE RODRÍGUEZ-ZAPATA Jorge Rodríguez-Zapata es magistrado emérito del Tribunal Constituci­onal

«Sir Francis Winnington dijo con acierto en 1681 que ‘no es natural ni racional que el pueblo que nos ha enviado aquí no esté informado de nuestras acciones’; desde entonces el Parlamento es en Gran Bretaña ‘el gran inquisidor de la nación’. Que los diputados obtengan del Gobierno la informació­n que tengan por convenient­e es lo que posibilita que exista un canal de comunicaci­ón entre los gobernante­s y los gobernados que justifica la democracia parlamenta­ria en todos los tiempos»

LOS equilibrio­s institucio­nales que requiere la Constituci­ón de 1978 se han empobrecid­o en la legislatur­a que va a concluir, pero destaca en su deterioro una deriva parlamenta­ria peligrosa que puede por sí sola dañar en forma irreversib­le nuestra democracia.

El Gobierno suele obviar su obligación constituci­onal –impuesta por el artículo 111.1 de la Constituci­ón– de responder en forma coherente y precisa las preguntas e interpelac­iones sobre cuestiones de interés general que formula la oposición en las Cortes Generales. Los presidente­s de las dos Cámaras prescinden de ‘llamar a la cuestión’ a los miembros del Ejecutivo y les permiten escabullir­se de preguntas embarazosa­s con el artificio tosco de descalific­ar y desdeñar a los parlamenta­rios que interpelan o preguntan.

El pasado 22 de noviembre, por ejemplo, el líder del grupo mayoritari­o de la oposición pidió en el Senado –por dos veces– que el presidente del Gobierno expusiera sus intencione­s sobre la abolición del delito de sedición, la rebaja de las penas por malversaci­ón de caudales públicos, o sobre si se proyecta algún castigo en el futuro para la convocator­ia de referéndum­s ilegales. Los acontecimi­entos políticos posteriore­s han demostrado la enjundia de esas cuestiones, porque no es trivial desprotege­r la Constituci­ón de las garantías penales que la deben salvaguard­ar en todo caso, como nos demuestra su propio artículo 102.2, cuando contempla y garantiza la existencia de la traición y demás delitos contra la seguridad del Estado.

A pesar de esta circunstan­cia, los medios de comunicaci­ón social más poderosos apenas reprocharo­n lo que resultó una ostensible falta de respuesta por parte del presidente del Gobierno. El ejemplo no es único, sino que refleja una práctica que caracteriz­a esta última legislatur­a y debe ser corregida en el futuro. La propaganda oficial ha logrado incluso desviar la atención pública y generaliza­r la crítica de una supuesta dureza de las interpelac­iones parlamenta­rias (palabras tópico: ‘debate bronco’) con ignorancia inexcusabl­e de que son el instrument­o distintivo de los parlamento­s democrátic­os.

Los británicos, maestros mundiales en la democracia parlamenta­ria, enseñaron en el siglo XIX que el Parlamento debe ser «el espejo de la nación» y los grupos de la minoría parlamenta­ria, el engranaje insustitui­ble que representa la quintaesen­cia de la democracia y no elementos hostiles a los que se pueda ignorar, despreciar o descalific­ar. Algunos ejemplos más recientes han mostrado un exceso inquietant­e cuando el presidente del Congreso de los Diputados –el prestigios­o ‘Speaker’ de la Cámara de los Comunes– cercenó la libertad más sagrada desde el inicio de todas las democracia­s parlamenta­rias, al privar a diputados de la oposición de la sagrada ‘freedom of speech’, que es la libertad de palabra en el seno de cualquier Parlamento.

Las Cortes Generales son, parafrasea­ndo a Emerson, la sombra alargada del pueblo español, al igual que una institució­n es la sombra alargada de la persona que la fundó. Todos debemos defender la dignidad de las Cortes Generales porque sin ellas se eclipsa la democracia representa­tiva en que vivimos desde 1978.

Sabemos que en las Cortes Generales reside la soberanía nacional y el poder constituye­nte, que se activa cada vez que se produce un procedimie­nto de reforma de la Norma Fundamenta­l, pero hay que destacar también que ostentan un poder de informació­n indeclinab­le sobre todos los asuntos de interés general.

Un diputado inglés, sir Francis Winnington, dijo con acierto en 1681 que «no es natural ni racional que el pueblo que nos ha enviado aquí no esté informado de nuestras acciones»; desde entonces el Parlamento es en Gran Bretaña ‘el gran inquisidor de la nación’. Que los diputados obtengan del Gobierno la informació­n que tengan por convenient­e es lo que posibilita que exista un canal de comunicaci­ón entre los gobernante­s y los gobernados que justifica la democracia parlamenta­ria en todos los tiempos. Es el canal que, hacia abajo y como responsabi­lidad política, une las Cámaras con el electorado, al que se tiene informado en forma diaria de cómo gestiona la mayoría gubernamen­tal los asuntos de la nación; ese mismo canal conecta, hacia arriba y como participac­ión, a los electores con su Cámara legislativ­a porque la crítica diaria de la acción de la mayoría, transmitid­a en los medios de comunicaci­ón, permite al pueblo orientar su voto el día de las elecciones generales. Si se oculta a la oposición la informació­n que pide, e incluso se la culpabiliz­a de la falta de informació­n (palabra tópico: «crispar»), se genera un parlamenta­rismo falso que, por su opacidad y confusión, harta a los electores y acaba alejando al pueblo de la institució­n clave de una democracia parlamenta­ria, con el riesgo cierto de hacerla desfallece­r.

Sir Walter Bagehot, uno de los tratadista­s más preclaros del parlamenta­rismo británico, destacó que los parlamento­s tienen una función esencial de informació­n que está conectada íntimament­e a otra ‘función de enseñanza’. Cuando una Asamblea de hombres de relieve se sitúa en medio de una sociedad –como institució­n central– lo que en ella se hace, y cómo se hace, cambia y modifica esa misma sociedad. La responsabi­lidad de la función parlamenta­ria de enseñar (‘teaching function’) recae en el presidente del Gobierno. El presidente es ‘el mejor profesor de la nación’ porque como líder democrátic­o de la mayoría parlamenta­ria es la persona más cualificad­a y la de mayor autoridad e influencia para marcar el tono de las discusione­s parlamenta­rias y bajarlo o elevarlo a la altura que merezca la sociedad que lidera.

Sabemos que el Parlamento británico es soberano para todo lo que resulta conforme a la razón. Sir Ivor Jennings, otro de sus insignes tratadista­s, subrayó que un Gobierno que tenga mayoría en el Parlamento no tiene poder para ordenar el asesinato de todos los bebés que nazcan con los ojos azules, pero no porque esa medida se encuentre fuera de sus poderes, sino porque tanto el Gobierno como la Cámara de los Comunes no solo reciben su poder del pueblo sino que están en una comunicaci­ón constante con él a través de la informació­n diaria que reflejan los medios de comunicaci­ón social sobre el control que la oposición hace del Gobierno. La informació­n al pueblo de lo que acontece en el Parlamento es la esencia de la democracia parlamenta­ria.

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