Más allá de los cementerios
La memoria de una nación la forman, también, archivos como el de Aleixandre
LA memoria histórica no se construye solo desde la exhumación. Tal como publicaron en las páginas de Cultura de este diario los periodistas Jaime G. Mora y Bruno Pardo, el archivo del premio Nobel Vicente Aleixandre, el más valioso de la Generación del 27, ha sido declarado, al fin, Bien de Interés Cultural, que es el máximo nivel de protección de patrimonio que establece la ley. La medida ha sido aprobada por el Consejo de Gobierno Comunidad de Madrid. Llega, eso sí, casi cuarenta años después de la muerte del Nobel y tras no pocos reveses. Durante todo ese tiempo, los más de 4.000 libros y 6.400 manuscritos habían permanecido inaccesibles para la consulta y el estudio. Aislar una obra es la forma más efectiva de propiciar su olvido.
Decía, y con razón, Jesús García Calero, hasta qué punto resultaba sorprendente la repercusión pública por la suerte y la subasta de la casa del poeta antes que por su archivo, donde reposan, entre otras, cartas que cruzó con escritores de la Generación del 98 como Baroja, Azorín o Menéndez Pidal hasta autores de Los Novísimos. Es decir, una radiografía de la relación entre creadores de distintas épocas, así como la influencia y el magisterio que pudieron ejercer unos sobre otros.
Gobernar también es recuperar. No hace falta crear un mundo inédito, ni descubrir el agua tibia en cada medida de gobierno, ni echar abajo el casco histórico cada cinco años para levantar un nuevo esperpento por legislatura ni transformar la historia, la lengua o el sistema nacional de museos en una herramienta de propaganda. Se trata de tomar decisiones y medidas necesarias en un plazo razonable y con un criterio de relativa neutralidad y solvencia. Que un archivo de interés público permaneciera lejos del alcance de los investigadores y en condiciones no del todo aptas para su conservación es algo que nos costaría pensar, por ejemplo, con ‘Las Meninas’. Lo mismo aplica para el patrimonio bibliográfico.
Los archivos personales de editores, escritores y artistas han tenido donaciones y traspasos puntuales, como, por ejemplo, la donación que hizo Beatriz de Moura a la Biblioteca Nacional. Entre la documentación cedida por la fundadora de Tusquets se encontraba, por ejemplo, desde una amplia correspondencia con Milan Kundera, a manuscritos originales corregidos a mano de Gabriel García Márquez –el ‘Relato de un náufrago’, por ejemplo– y Mario Vargas Llosa, o la colección completa de textos enviados, luego corregidos y finalmente publicados, de Almudena Grandes. Fue polémico el forcejeo que sostuvieron el Gobierno nacional y el catalán por el archivo de la agente literaria Carmen Balcells, que finalmente fue adquirida por el Ministerio de Cultura. Todo esto nos planta ante la pregunta sobre quién o quiénes tienen derecho a conservar y consultar una obra, a quién corresponde un legado y la obligación de custodiarlo. La memoria de una nación existe, también, más allá de los callejeros, las criptas y los cementerios.