Guatemala malogra su opción de liderazgo en Centroamérica
El esperpento protagonizado por la Fiscalía de Guatemala para restar legitimidad al nuevo presidente, Bernardo Arévalo –quien a pesar de las zancadillas puestas por ciertos sectores políticos y judiciales pudo tomar posesión del cargo en la madrugada de este lunes–, ha dañado notablemente la imagen internacional del país. Esta crisis institucional ha mostrado una Guatemala controlada por una élite que se resiste a ceder espacios de poder y a que este se gestione con trasparencia. Con ello, Guatemala malogra las importantes cartas que tiene en su mano para su propio desarrollo.
Cuna de la civilización maya, con una población originaria en número solo inferior a la azteca y la inca, el territorio guatemalteco pronto se convirtió en uno de los vectores de la colonización española: integrado en el virreinato de Nueva España, gobernado desde
México, Guatemala fue la cabeza de Centroamérica. Aún hoy sigue teniendo esa preeminencia poblacional en la subregión, lo que a su vez contribuye a convertir el país en la mayor economía. Con 19 millones de habitantes –el triple que sus vecinos, salvo en el caso de Honduras, país al que dobla–, Guatemala tiene un PIB de 90.000 millones de dólares, casi un tercio más que las economías que le siguen, que son Panamá y Costa Rica.
Estos dos últimos países cuentan con un PIB per cápita ampliamente mayor, pues son economías más desarrolladas. Guatemala podría avanzar en la misma dirección, con la ventaja de un mercado nacional más grande, pero la corrupción y el clientelismo político no han permitido esa expansión. El elevado ruralismo, en zonas de montaña de fuerte presencia indígena, constituye un indudable reto y enmarca la serie de problemas subyacentes que siguen alimentando las caravanas de inmigrantes hacia Estados Unidos.
La sociedad guatemalteca ya intentó sacudirse de encima la tenaza de la corrupción con la revuelta que se dio en 2015 contra el presidente Otto Pérez Molina. Tanto su caída como propiamente los trabajos de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), dependiente de la ONU, alumbraron un momento de esperanza que llevó al poder a un ‘outsider’, el animador de televisión Jimmy Morales. Pero con el tiempo, Morales no solo incurrió también en corrupción, sino que echó a la Cicig del país; su sustituto, Alejandro Giammattei, presidente los últimos cuatro años, no la ha restituido.
El ‘establishment’ preveía que las elecciones presidenciales del pasado mes de junio fueran una competición entre líderes tradicionales. Pero el rechazo ciudadano a esa élite hizo que el socialdemócrata Bernardo Arévalo se clasificara para la segunda vuelta de agosto, en la que ganó con un rotundo 60,9% de los votos. Desde entonces, la movilización ciudadana ha batallado frente a los intentos de la Fiscalía de desacreditar al partido Semilla, creado en 2017 por Arévalo, y a sus candidatos.
La presidencia de Arévalo nace con grandes constricciones. Una no menor es su escasa representación en el Congreso, donde Semilla tiene solo 23 de los 160 asientos. No obstante, la jornada inaugural de ese órgano unicameral evidenció el domingo cierto margen de maniobra para Arévalo. La decisión del Congreso saliente de dejar a los diputados de Semilla como meros independientes, sin las facultades que se conceden a los grupos políticos, fue revocada por el Congreso entrante, donde Semilla logró reunir el apoyo de diputados no adscritos a los principales partidos del ‘establishment’ y designar a un diputado de Semilla como presidente de la institución.
Si no hubiera sido por la presión internacional, especialmente de Estados Unidos y del resto de la región, sobre todo a través de la Organización de Estados Americanos, así como de la Unión Europea, posiblemente a Arévalo se le habría impedido llegar a jurar el cargo. Teniendo Guatemala un ‘establishment’ muy plegado a Estados Unidos –es de los pocos países en el mundo que reconoce a Taiwán y tiene su Embajada en Jerusalén– la presión estadounidense importa, aunque no garantiza que la presidencia de Arévalo se normalice.
«¿Votará usted a Donald Trump en noviembre?». «No», contesta Jeff Magner en una de las decenas de actos políticos celebrados en Iowa en la última semana a los que ha acudido este jubilado de Florida. «¿Votará entonces a Joe Biden?». «Tampoco. Me votaré a mí mismo. Estoy registrado como candidato a la Presidencia en la Comisión Electoral Federal. Miro a los candidatos y estoy más cómodo conmigo mismo», asegura mientras mordisquea un trozo de pizza regalado en el evento.
Para Magner, un fanático de la política que disfruta alternando con los candidatos, Iowa es el paraíso. Este estado de carácter rural, tamaño medio, discreto, que no destaca por nada, territorio ‘fly-over country’, donde los aviones sobre todo pasan por encima sin parar, tiene un peso político desproporcionado en EE.UU. Cada año por esta época vienen aquí miles de operativos de campaña, voluntarios, periodistas y turistas políticos, como Magner (y su esposa, que niega con el dedo índice cuando se le pregunta si al menos ella votará a su marido).
La razón está en su papel inaugural en las primarias presidenciales, los célebres ‘caucus’ celebrados ayer y dominados por Trump, donde a sus principales rivales, Nikki Haley y Ron DeSantis, solo les quedaba la lucha por ser el mejor entre los perdedores.
Iowa es desde 1976 el refugio de los sueños imposibles en política. Aquel año, un demócrata de Georgia llamado Jimmy Carter, aspirante con pocas posibilidades a la Presidencia, puso el poco dinero que tenía –100.000 dólares actuales– para su campaña en estas llanuras de cereal. Logró el triunfo y creó un runrún sobre su campaña que acabó con la nominación del partido y con sus posaderas en el Despacho Oval.
La realidad es que, desde Carter, solo dos candidatos que han ganado aquí han llegado a la Casa Blanca: George W. Bush en 2000 y Barack Obama en 2008. Pero Iowa sí ha actuado de lanzadera de candidatos improbables. La última vez, hace cuatro años, cuando Pete Buttigieg, un alcalde imberbe de una ciudad de Indiana, sorprendió con una victoria en Iowa y sembró las dudas sobre el favorito entonces, el actual presidente Joe Biden. Ese triunfo ha permitido a Buttigieg ser una figura en la política nacional –ahora es secretario de Transportes–
y credenciales para una segura candidatura presidencial en el futuro.
Iowa importa porque es trampolín para campañas, pero también porque criba a los candidatos. Los aspirantes de poco peso que no obtienen un buen resultado aquí se ven forzados a hacer la maleta. Iowa importa a la política, y la política importa a Iowa. «Tiene un impacto económico enorme», asegura a este periódico Jimmy Olsen, director ejecutivo de la Oficina de Comercio de Des Moines, la principal ciudad del estado. «Viene muchísima gente con las campañas, llenan los hoteles y los restaurantes, contratan conductores, organizan eventos, alquilan espacios. Y no solo cerca de los ‘caucus’. Tan pronto como anuncian una campaña, abren una oficina y vienen durante meses».
Un estudio de la Oficina de Convenciones y Visitantes de Des Moines estima que en la semana previa a los ‘caucus’ el impacto económico directo de la campaña será de 4,2 millones de dólares en la ciudad. Es mucho menos que en 2020, cuando fue de 11,3 millones de dólares. Hay razones para ello: el frío histórico de esta semana (ayer fueron los ‘caucus’ más fríos de la historia, con una sensación térmica que rondó los -40 grados) y el favoritismo total de Trump, frente a unos ‘caucus’ mucho más abiertos hace cuatro años.
Este papel de Iowa, sin embargo, está ahora amenazado. Los demócratas decidieron el año pasado romper la tradición y que este estado del Medio Oeste no inaugure sus primarias. En su lugar, han elegido a Carolina del Sur. La justificación es que Iowa no representa la diversidad del electorado demócrata. Pero es imposible desligarlo del caos organizativo de hace cuatro años, cuando los demócratas tardaron semanas en dar los resultados por problemas en el recuento. Y también hay parte de ‘vendetta’ de Biden, que tuvo un resultado desastroso aquí –fue cuarto– y al que Carolina del Sur y su potente electorado negro le salvaron las primarias. «No nos han dado la oportunidad de redimirnos de esos errores», lamenta Bret Nilles, presidente del partido demócrata en el condado de Linn, que reconoce el hundimiento del partido en su estado. Desde que ganó Obama aquí en las presidenciales de 2008, Iowa se ha vuelto completamente republicana, a todos los niveles: gobernador, mayorías en las cámaras legislativas, diputados y senadores en el congreso, todos son republicanos.
Este año importa poco, porque con Biden en la Casa Blanca no tiene rival serio en primarias. «Todos los demócratas de Iowa tienen la esperanza de que nos vuelvan a colocar primeros en las primarias», dice Nilles, pero, ante el poco peso del partido, es difícil que ocurra.
La decisión demócrata pone en duda el papel de Iowa como forjador de carreras políticas. Pero los republicanos, al menos de momento, mantienen su confianza. «Los demócratas han desertado aquí», aseguró Trump en un mitin este sábado. «Mientras yo tenga algo que decir en el partido republicano, seguiréis siendo primeros en la nación».
André Ventura está más fuerte que nunca, algunos sondeos para las elecciones legislativas portuguesas otorgan a su partido de extrema derecha, Chega, alrededor del 17% de los votos, que giran en torno de la imagen de su único líder desde su fundación hace cinco años. Hermano político de Abascal, ‘primo’ de Le Pen y Salvini, admirador de Trump y Bolsonaro. Esta es la historia de cómo Ventura logró sembrar la ultraderecha populista y nacionalista en el corazón del sistema político portugués.
Creció en un suburbio negro de Lisboa, con el tipo de inmigración palpitante que Ventura critica hoy, con el argumento de devolver Portugal a los portugueses, rehaciendo la «grandeza» de un país a través de la pureza étnica e ignorando que la grandeza histórica de Portugal es inseparable de la mezcla de pueblos y culturas. Siguió el libro de jugadas de todos los demás líderes populistas europeos de la derecha radical.
Estudió en un seminario ortodoxo y se autoinfligía castigos corporales y vestía cilicio como penitencia. No encontró la fe hasta después de los 14 años, cuando ni estaba bautizado ni tenía referencias católicas. Renunció a ser sacerdote cuando se enamoró, pero aún hoy el catolicismo desempeña un papel central en su discurso político, con «Dios, el trabajo, la patria y la familia» como lema de Chega. Ventura ya ha admitido que se siente fortalecido por la bendición de Dios para llegar al gobierno de Portugal y ser uno de los diputados más ruidosos del Parlamento luso.
André Ventura es un escalador social. El periodista Octávio Ribeiro, exdirector de ‘Correio da Manhã’ y CMTV, admitió al semanario portugués ‘Expresso’ que, si no hubiera sido por estos órganos de comunicación, «André Ventura habría tenido que buscar otros caminos». Durante su carrera académica, habiendo dado clases en varias universidades, defendió lo contrario de lo que defiende en la vida política, abogando por los derechos de la diáspora musulmana, entre otros.
Su carrera política comenzó en el PPD-PSD y en una candidatura al ayuntamiento de Loures, bastión comunista, cuando Pedro Passos Coelho era líder
Ventura es el ídolo de una masa de votantes indignados, sin ideología, y el anfitrión de ultraconservadores o radicales de extrema derecha que han encontrado cobijo político. Ahora, Chega celebra su VI Congreso Nacional para «ganar elecciones».
Para crear la IV República, Chega propone un régimen presidencialista y un parlamento de cien diputados, la privatización de la sanidad, la reducción económica y social del Estado al mínimo, un impuesto IRS para ricos y pobres, la castración química para los pederastas, el restablecimiento de la cadena perpetua, una Policía más autoritaria, el fin de la renta social de inserción, un fuerte control de la inmigración, el fin de la financiación pública para fomentar la igualdad de género y la derogación del convenio ortográfico.