El cambio climático, la sociedad rural y la caza
▶Reflexiones sobre el uso de los problemas medioambientales para atacar a la cinegética
Los nuevos tiempos han traído una serie de modificaciones sociales que, en algún caso, han derivado en el radicalismo innegociable de ciertos sectores urbanos. Los que antaño carecían de voz gozan hoy de una potencia sonora envidiable gracias, en buena parte, a la reacción contra el pensamiento revolucionario de Marx y Engels, y no al revés. Después de muchos años en los que la sombra del comunismo hacía saltar todas las alarmas en Occidente, el legado de aquellos dos filósofos acabó perdiendo su eficacia. El Estado de bienestar de los países más desarrollados desactivó los ánimos levantiscos de los menos favorecidos y dejó a los ideólogos de la izquierda radical sin argumentos para la manipulación social. Tras unos años de desconcierto, dieron con dos palabras mágicas, «cambio climático», para ocultar su verdadera identidad y movilizar a sus adeptos y a quienes no lo eran. Se lanzaron a una intensa campaña de difusión. La primera alerta catastrofista que pregonaron fue sobre el agujero de la capa de ozono que se produjo en el Polo Norte. El intento resultó fallido, pues aquel agujero se cerró sin más consecuencias. Lejos de decaer en sus predicciones apocalípticas continuaron bajo ese camuflaje hasta convencer a casi toda la humanidad de que nuestra civilización está causando alteraciones terráqueas y atmosféricas potencialmente exterminadoras.
Sin duda existen indicios preocupantes, pero no todo es imputable al hombre. Resulta curioso que apenas se advierta de la importante cuota de responsabilidad que corresponde a fenómenos naturales ajenos a él, como ocurre con la corriente del Niño, la actividad volcánica o la intensidad solar, entre otros. Es verdad que, desde el inicio de la era industrial, hemos intensificado la contaminación de nuestro hábitat y el abuso de los recursos naturales pero, por contra, la capacidad de resiliencia de nuestro entorno natural es, de momento, muy superior al daño que recibe.
El sector urbano cayó en la trampa de estos mensajes amenazadores. Creyéndose obligados a salvar la naturaleza del proceso de destrucción, los contaminadores urbanitas comenzaron a interferir en el mundo rural, ajeno y desconocido para ellos, que no solo era inocente de cualquier delito sino un excelente conservador y guardián del medio y el que menos lo poluciona. Descalificaron actividades lícitas, convirtieron a los animales en intocables, atacaron y culpabilizaron a la propiedad privada y presionaron a la Administración, por cierto pésima gestora del mundo natural, para que aumentara su intervencionismo y la ‘protección’ legal del territorio.
A la vez, los dirigentes políticos, muy satisfechos por el aumento de poder que les proporcionaba este movimiento, intensificaron sus injerencias en el mundo rural. Es más, el Gobierno extremista que padecemos aprovechó la ocasión para emprenderla contra esa parte de la población apegada a la naturaleza, que se aferra al sentido común, al esfuerzo y al trabajo pero que es poco permeable a ideologías intolerantes. Su sentido de libertad es una resistente barrera contra la imposición del ‘pensamiento único’. Sin duda, su mundo está en regresión, pero bien saben que los políticos pasan y el campo continúa.
Además de razones ideológicas, existen otras que también se esconden tras el acoso al campo y sus gentes. La más destacada es el sonado fracaso del poder público en la protección de la naturaleza, de sus paisajes y de muchas especies de nuestra fauna. Se hacía necesario distraer a la masa urbana de esta realidad y nada más fácil para ello que sembrar la confusión y culpabilizar al agricultor, al ganadero, al propietario de coto, al cazador y a la caza.
Beneficios de la caza
Esta última es una de las víctimas de los presuntos ‘salvadores’ de la naturaleza. Basándose en los errores inducidos de atribuir a esta actividad un carácter elitista y de que el animal es sagrado y no se puede matar por placer, han demonizado la caza sin más consideraciones.
La verdad es muy distinta, pues su práctica está repleta de beneficios para el medio ambiente y sus pobladores. No solo es una opinión de quienes la ejercitan. Está ampliamente reconocida y consagrada, entre otros documentos internacionales, por la Carta Europea de la Caza y de la Biodiversidad, que surgió de la Convención de Berna, y en la Directiva Aves del Consejo de Europa. En la Carta Europea se reconoce que «la caza es una de las formas más antiguas de uso consuntivo de recursos naturales renovables y siempre ha sido una parte integral de las culturas y tradiciones de la sociedad rural europea».
«La caza también puede verse como una forma de desarro
llo sostenible, que corresponde a uno de los objetivos generales del Tratado de la Unión Europea», añade. Este reconocimiento internacional del valor, legitimidad y sostenibilidad de la caza evidencia que sus exaltados enemigos no se basan en razonamientos lógicos sino en clichés categóricos preconcebidos. El escritor y filósofo Robert A. Wilson, libertario por cierto, afirmaba que cuando el dogma entra en el cerebro, cesa toda actividad intelectual. Un viejo aforismo lo expresa en lenguaje llano: «La pasión ciega la razón». Nada se puede hacer contra los radicales que se oponen a la caza. Por el contrario, es indispensable contrarrestar los vicios de opinión que se crean en el conjunto social urbano. Para esa tarea resulta prioritario dar relevancia a ciertos aspectos del carácter polifacético de la caza que presenta efectos mucho más importantes y trascendentes que aquellos que malintencionadamente se difunden.
Entre otros, la actividad cinegética convierte al cazador en parte activa de una labor conocida en Europa como acondicionamiento de los territorios. Responde a la necesidad que tienen las distintas especies salvajes de un hábitat equilibrado, que solo es posible alcanzar con experiencia, sensibilidad e inteligencia.
Los mejores intérpretes de esa adecuación ambiental no son quienes se sientan en mesas de despacho, sino aquellos que más próximos están al medio ambiente. Hoy, cazadores y propietarios de cotos son conscientes de que su actividad tiene impacto, aun siendo muy pequeño, en la preservación de la biodiversidad del planeta y actúan en consecuencia. En la tarea de alcanzar el equilibrio, la caza sostenible adquiere un cometido primordial que se añade a su innegable utilidad social y económica. Aunque los beneficios de la caza siempre han existido, eran desconocidos para la mayoría.
Por actualización de prioridades, el cazador que conserva se ha transformado en el conservador que caza. Es el mejor protector de espacios y especies. Esa imagen de competencia, concienciación y cercanía a la naturaleza es la que debe trasladarse a la sociedad.
El cazador es el mejor controlador
Los parques
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de excesos en las poblaciones que la naturaleza no logra evitar. Desarrolla así una función de inmejorable depredador racional frente a otras opciones utópicas e ineficaces como es la reintroducción del lobo, el mayor y más dañino delincuente de la fauna ibérica. Además, la expansión de este errático cánido resulta inviable en la mayor parte de nuestro territorio, fragmentado e intransitable por las mallas de fincas, autopistas y vías férreas.
Dejaremos para otra ocasión un aspecto muy importante de la utilidad social de la caza: que mantiene localidades carentes de otras alternativas de subsistencia, aunque este argumento importa poco a quienes priorizan la naturaleza sobre la vida humana.
El ideólogo e introductor de los parques nacionales en España, Pedro Pidal, creó los primeros parques a pesar de la chufla de sus colegas diputados y gracias al apoyo de D. Alfonso XIII. Nunca pensó en eliminar la caza, pues la consideraba necesaria para el equilibrio de los parques nacidos de cotos cinegéticos.
Estados Unidos, pionero de los parques nacionales con la creación en 1872 del de Yellowstone, es uno de los países con más tradición y eficacia en la protección de la naturaleza. Su Servicio de Pesca y Vida Silvestre reconoce sin ambages que «los cazadores se encuentran entre los conservadores más ardientes». Es más, el mismo organismo público considera a cazadores y pescadores como «la columna vertebral de la conservación de la vida silvestre» pues «han sido la fuerza impulsora del modelo de conservación de la vida silvestre de América del Norte». Recordemos también al gran difusor de la naturaleza en España, el añorado Félix Rodríguez de la Fuente, quien nunca dijo una palabra en contra de los cazadores y sí muchas a favor.
Hay un ejemplo notable. Kenia se considera el paradigma de la conservación porque está prohibida la caza en todo su territorio desde 1977, prohibición que ha resultado un contundente fracaso. Según la experta en fauna africana Catherine Semcer, «después de la prohibición total de la caza mayor en Kenia, el país ha experimentado una disminución de entre el 72% y el 88% en especies que son relativamente comunes en países que permiten la caza». Ante esta situación, la población de ese país pide, por inmensa mayoría, la vuelta a la caza como el mejor medio de conservación de las riquezas naturales.
Para terminar estas breves e incompletas reflexiones, debemos señalar que la misma Administración pública, que tantas limitaciones, impedimentos y controles impone a los particulares para el desarrollo de la cinegética y que prohíbe la caza en los parques nacionales, es la mayor cazadora. Cada año liquida miles de animales –se estima en más de 5.000– mediante sistemas verdaderamente atroces. Esta actividad pública se oculta a los ciudadanos bajo el artificio semántico de control de poblaciones.
Cazar, según la Real Academia, es buscar o perseguir aves, fieras y otros animales para cobrarlos o matarlos o, lo que es lo mismo, la acción ejercida por el hombre mediante el uso de artes, armas o medios apropiados para capturar o matar a los animales salvajes. Las utilizadas por la Administración para llevar a cabo sus cacerías son el lazo, el tiro en la nuca y el estresante capturadero. Entre esta caza masiva, indiscriminada y cruel y la practicada por los particulares «con razón y con mesura», como decía Don Juan Manuel en el siglo XIV, hay un abismo.
Esta incongruencia priva a los poderes públicos de toda autoridad moral. Solo les queda la ‘potestad’, es decir, la fuerza de la ley, y a ello se debe el aluvión de normas coercitivas y de sanciones que recaen sobre el sufrido campo español.
La actividad cinegética convierte al cazador en parte activa del acondicionamiento de los territorios