¿Hay alguien ahí?
EN los últimos meses han aparecido dos libros, demasiado similares, sobre un mismo tema: uno de autores franceses (’Dios, la ciencia, las pruebas’) y el segundo de un español (‘Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios’) que vienen a unirse a la larga tradición de publicaciones sobre esta cuestión que desde el siglo XVIII intentan resolver el pseudoconflicto entre razón y fe, entre ciencia y religión. En ambos casos la conclusión es la misma: los descubrimientos recientes en múltiples campos del conocimiento apuntan a la evidencia científica de la existencia de Dios.
Recuerdo una viñeta en la que un hombrecito, de pie sobre la redonda superficie de la tierra, pregunta a la inmensidad del universo:
–¿Hay alguien ahí?
La pregunta sigue en el aire. No es extraño que los hombres primitivos se sobrecogieran ante la contemplación de aquel gran silencio en cualquier noche estrellada ¿Quién gobierna esto? Y pensaban en un inmenso poder ajeno insoportable, arbitrario y terrible, al que había que contentar servilmente con sacrificios para ganar su favor.
En la Grecia clásica, la lógica especulativa de aquellos hombres, tan modernos quinientos años A. C., fueron capaces de revestir a ese Algo/Alguien, al que no tenían reticencias en llamar Dios, de un largo listado de atributos que Tomás de Aquino, muchos siglos después, sistematizaría con una lógica excepcional. Pero nada de aquello tenía apoyatura científica. Con la Ilustración se inicia el auge de la ciencia y el desprecio de la metafísica. Los supuestos ‘errores’ de la Biblia, que fue leída como si fuera un libro científico, tambaleó su autoridad arrastrando al descrédito las religiones que se sustentaban en el Libro.
El avance prestigioso de la ciencia provocó un orgullo de clase que afianzó la posición preeminente del materialismo. ¿Por qué tenemos que inventarnos un Dios cuando tenemos un universo al que podemos vestir con el mismo atributo de eternidad? Si el universo es eterno se obvia la necesidad de la pregunta sobre su creación: el universo no ha sido creado, ha existido desde siempre. La fe en un universo eterno estacionario no es una hipótesis científica, en el sentido popperiano del término, sino una creencia que ha dominado el pensamiento en el último siglo.
Pero los descubrimientos científicos de las últimas décadas, entre ellos el Big Bang, demuestran que el universo tuvo un principio y que sólo con su creación comenzaron a existir la materia, el espacio y el tiempo, tres dimensiones vinculadas, ninguna de las cuales puede existir sin las otras dos. Y si es así ¿qué había antes? Es la pregunta ingenua y limpia del hombrecito de la viñeta. ¿Acaso de la nada absoluta puede surgir algo? Todo apunta de manera coincidente a la existencia de Algo/Alguien que está ahí fuera, que tiene que ser eterno, de una omnipotencia inconmensurable para crear un universo tan excesivo y una inteligencia sobrehumana para haberlo ejecutado con tan minuciosa perfección hasta los ajustes más finos. No se necesita fe para creer en eso, solo sentido común para aceptarlo como la explicación más plausible… Y cierto grado de honestidad intelectual. A ese Algo/Alguien, al que los teístas llaman Dios, los cristianos usan de la fe para ponerle rostro y le añaden otro atributo, quizás el más definitorio de ese Alguien que para ellos ha dejado de ser enigmático, el amor. Y tienen sobrados argumentos históricos para hacerlo.
Pero como los debates pueden llegar a ser infinitos si el hombre se lo propone, los partidarios del universo eterno contrarreplicaron con una ocurrencia ‘ad hoc’ que no tiene nada de científica pero que ha sido un torrente de inspiración para la industria cinematográfica: la existencia de metaversos/multiversos simultáneos o sucesivos, de modo que nuestro universo, el real, el que permitió el nacimiento de la ciencia y donde vive el hombrecito, no sería el único, ni el primero, ni el último, sólo una manifestación pasajera de una eterna sucesión de universos y siguen sosteniendo que la eternidad es un atributo exclusivo de la materia en la confianza de que en un tiempo eterno cualquier cosa fue posible y que todo consistió en tirar los dados una y otra vez.