Ese portugués qué oportuno es
Otra revancha de Joao
Suena con fuerza en el Metropolitano el grito de «ese portugués, qué hijo puta es». No es xenofobia (aunque el insulto sí lo sea) por más que se empeñen, ni tampoco es la primera vez. La novedad es que el agredido no es un jugador del eterno rival sino uno del propio equipo, aunque prestado al adversario. Y no sólo eso, Joao Félix, que juega en el Barça pero pertenece al Atlético, escucha silbidos al recitarse las alineaciones y luego, ya en el partido, cada vez que toca la pelota. Lo previsible. Esa gente lo desprecia, es un desafecto irreversible. Y más allá de la incorrección de lo gritado, el jugador se lo había ganado a pulso. Fue él quien se encargó intencionadamente de ofender a la grada y distanciarse de ella, de faltarla al respeto de palabra y obra, cuando en realidad su combate lo lidiaba con el entrenador que lo marginó y maltrató. Y en esa otra batalla, pese a lo que pregona la falacia popular, sí llevaba la razón el menino. Su fútbol no merecía el linchamiento que le dedicó su jefe Simeone. Y ya lo demostró con creces enfundado en la rojiblanca, aunque la manipulable memoria del fútbol insista en desmentirlo. Por si acaso, Joao Félix volvió a recordar ayer lo que es capaz de hacer cuando le sacan al campo para jugar a lo que sabe. No hace falta correr como un poseso cuando lo tuyo es el talento, ni siquiera participar en todas las jugadas. Basta con aparecer cuando más conviene. Para decidir y ganar. Y esta vez sin celebrarlo de mala manera como en Montjuic. No hubo reacción a los improperios ni dedicatoria ventajista por el resultado. Fue más bien la patada que recibió (coreada por la tribuna) de un compañero la que estuvo fuera de lugar. Maneras de perder.
Mercadeo de banderas
De la Fuente trata de vestir de normalidad sus actuaciones y sus comparecencias, esa virtud que dominan tipos como Ancelotti o Del Bosque, pero le queda tan artificial, impostado y torpe que acaba por enredarse y meterse gratuitamente en líos. Como con la convocatoria o no de Brahim, un caso perfectamente manejable que, ensuciado de ataques velados, mentiras y contradicciones, ha derivado en el escándalo de la semana.
El seleccionador resolvió mal el asunto en el fondo (el malagueño es un futbolista excelente, aprovechable como recurso en el peor de los casos), aunque con el derecho que le proporciona el cargo, pero sobre todo en las formas. Con altanería, irresponsabilidad, cobardía y mala idea, dejando caer para luego negarlo el chantaje del jugador y de su entorno, y escondiéndose detrás de voceros para propagar el mal comportamiento del madridista. Pero Brahim tampoco ha sido trigo limpio en el caso, conciliador con el micrófono delante, pero venenoso a través de filtraciones que demonizan y desnudan al técnico y a la federación para desviar el foco de lo principal, que renunció personalmente a su país natal para abrazarse por interés al marroquí de sus familiares. Era una decisión fácil de hablar, justificar y explicar por ambas partes, hasta de entender, pero los dos han preferido jugar innecesariamente a las intrigas y el cinismo.
Y ocultar de paso una realidad vergorzante y habitual, el problema capital, el mercadeo miserable en el que se han convertido las banderas en el deporte. Y que España usa a menudo y sin ningún pudor a su favor, aunque de vez en cuando también las sufra en su contra. Ya no son selecciones en defensa de un país, sino clubes que compran y venden nacionalidades al mejor postor. Un negocio finalmente legal, pero lleno de trampa. No se trata de acogerse al pasaporte que a uno más le identifica, que siente, sino de usar el que sale más rentable. Es dinero.
Prisas con Cubarsí
La huida de Brahim ante el desinterés o la ineptitud de sus paisanos originales, hizo pasar más o menos de largo la llamada para la selección de Pau Cubarsí, 17 años y apenas una docena de partidos en la élite. Una citación precipitada, basada más en la intuición (con la que coincidimos todos, el central tiene una pinta extraordinaria; y volvió a ratificarlo anoche) que en la seguridad de una trayectoria. Igual que su presencia en el once del Barcelona sí es un acierto de Xavi, que cree en la juventud y el talento que detecta en el día a día, que arriesga a sabiendas de lo que tiene y ve, que actúa por convicción (también un poco por necesidad) y que convierte sus apuestas en un indiscutible legado, el salto tan rápido al combinado español suena más bien a temeridad. Y en ningún caso a meritocracia. Agranda la sensación de que jugar en la Roja definitivamente se ha abaratado.
Igual le sale bien a De la Fuente, como le salió a Luis Enrique con Gavi el guiño a su amigo representante, pero no parece serio ni fundamentado por más que el técnico venga a insinuar ahora que lo descubrió y lo seguía incluso antes que Xavi y que, bien populista, afirme que nunca mira el DNI. Sí le disculpa al seleccionador, y es un mensaje nítido que le lanza a todos los defensas del fútbol español, que el puesto realmente aquí está hecho un desastre. Que no hay un solo central de garantías que llevarse a la boca y que ninguno de los que han ido participando en el casting desde que se acabaron Puyol, Piqué y Ramos han llenado el paladar. O sea que no es que sea demasiado pronto para acudir a Cubarsí, sino que encontrarlo era una urgencia.