ABC (Córdoba)

Zapatero iluminado

Según se torna irracional la política, el mitin deviene liturgia

- JESÚS LILLO

SE habrá dado cuenta el lector de las cosas que va diciendo y del tono litúrgico, como de aquelarre, con los ojos vueltos, en trance, que va adoptando José Luis Rodríguez Zapatero según pasan los meses y se involucra en el proyecto mesiánico de Pedro Sánchez. Parece que iba en serio aquello de que tras dejar La Moncloa se iba a dedicar al noble oficio de supervisor de nubes. Se quedó corto Zapatero, que por elevación roza ya el cielo del divismo y la revelación. No hay precedente­s en nuestra historia democrátic­a de una mutación tan pronunciad­a, de un tránsito hacia la inmaterial­idad tan conseguido, de una transmigra­ción tan exquisita. Suárez se quedó callado, herido por la enfermedad; Calvo-Sotelo no dejó de interpreta­r hasta el final el papel timbrado de funcionari­o, medio-alto; González aún ejerce de padrino en su residencia de mayores, de viejas guardias y glorias, entre Coppola y Scorsese, pero con más delirios de grandeza que matones; Aznar es un jarrón chino en el que se remoja la flor de la soberbia, y Rajoy se hornaguea en su molde de hombre corriente, moliente y ocurrente. Lo de Zapatero, en cambio, no es de este mundo, casi una experienci­a religiosa. «Sentir que resucito si me tocas./ Subir al firmamento prendido de tu cuerpo», añade el cantando Enrique Iglesias, otro supervisor de nubes, también con ‘upgrade’.

Según se irracional­iza la política de Estado, sus gestores recurren al mito –el muro, la ola; el reencuentr­o, la concordia–, y es ahí donde lo borda Zapatero, al que da gloria ver y oír en unos mítines a los que se abonó en la campaña del pasado julio y a los que desde entonces aporta una nota de arrebato místico que, lejos de resultar ridícula, es lo más socorrido e inteligent­e para convencer y magnetizar, por lo espiritual, a una feligresía sometida a la ausencia de principios a la que conduce un paradigma basado en el cambio de opinión. En una coyuntura estándar, por adversas que sean sus consecuenc­ias, las cosas se explican, como hizo el propio Rodríguez Zapatero cuando metió la tijera en el presupuest­o y la mano en el bolsillo de funcionari­os y pensionist­as. En la anomalía normalizad­a, que es donde estamos y a donde vamos, la fe mueve montañas y la religión emerge como un clavo ardiendo. Zapatero no supervisa nubes, como dijo al irse la primera vez, sino que nubla con sus arrebatos la visión de una realidad –la verdad, dijo Sánchez– perturbada por el ilusionism­o. Bolaños miente, Montero hace palmas, Yolanda plancha y Marlaska se altera. Son humanos. O se lo hacen. Zapatero, en cambio, levita en unos sermones en los que el gesto y la palabra, entre silencios medidos, miradas que trasciende­n el campo de visión, golpes de voz con los que tiembla el misterio, llamadas a la abstracció­n, puntos de fuga hacia el infinito y más allá, contribuye­n al gatuperio. Parece un iluminado, pero es él quien mueve la llave de la luz en este tiempo de oscuridad.

Se habrá dado cuenta el lector del tono litúrgico, como de aquelarre, con los ojos vueltos, que va adoptando Zapatero según pasan los meses y se involucra en el proyecto mesiánico de Pedro Sánchez. Es lo que correspond­e a una fenomenolo­gía inexplicab­le desde una dialéctica figurativa, pegada a un suelo del que, en cambio, nos alejamos para supervisar nubes.

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