ABC (Córdoba)

Más moral que el Alcoyano

- EL NORTE DEL SUR RAFAEL A. AGUILAR

EL aficionado es un ser heroico que padece estoico el solano de la sobremesa con el marcador que no se mueve y también otro que puede llevar dentro a un demonio enfebrecid­o por la ira y por la derrota a destiempo que en cualquier momento se transforma y esparce por campo más improperio­s de los que le caben en su torso menudo enfundado en una camiseta de su equipo que le está chica. La frontera entre la sana e infinita pasión por sus colores y el forofo despechado y maleducado es tan líquida como las gotas de sudor que corren por los hermanos pobres de la hinchada que soportan el calor insolente de mediados de abril en las localidade­s más económicas. El tipo que está a tu lado y que parece un paisano correcto y cortés, un padre de familia apacible y cariñoso que le enseña a su hijo qué es el fuera de juego y por qué el árbitro ha sacado una amarilla y no una roja, le aplaude a Koki con la candidez del niño que fue y que le sonreía a los payasos de la tele y hasta coreaba sus canciones, pero se va cabreando poco a poco, conforme pasan los minutos y llega el descanso y luego sigue el partido y la pelota no entra, porque los suyos no llegan a la portería o porque llegan mal, no aciertan, porque los otros amenazan y le meten miedo a uno en el cuerpo aunque tampoco atinan y mira que lo tienen a huevo. Tú, qué eres casi nuevo en esto, te vas dando cuenta de la metamorfos­is de quien está sentado a tu lado, y hasta su retoño te está ya mirando a ti, un extraño, con cara de no reconocer a su padre, a la bestia parda en la que se ha convertido y a la que ya, a estas alturas del encuentro en las que lo da todo por perdido, apenas habla de fútbol, porque ve venir el naufragio, sino de los crímenes de Sagunto, del nivel de los pantanos, de la primera comunión que tienen mañana, de la manía del bar del estadio de quitarle los tapones a las pepsicolas, de la ansiedad que te entra porque ni siquiera te dejan fumar en la grada. Eso dice. El hombre se va antes de que el colegiado, a quien camino del vomitorio le dedica un par de lindezas envenenada­s sin ni siquiera volver la vista, pite el final. El Alcoyano marca. El niño, en las escaleras, escucha el grito de decepción y hace por regresar a su asiento. El padre le pega un tirón del brazo. A casa, le ordena.

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