ABC (Córdoba)

La dama y los caníbales

Viajó a África a finales del XIX con una provisión de té y un cepillo de dientes para documentar tribus desconocid­as

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO Verbolario POR RODRIGO CORTÉS Aguja, f. Borrón del pajar.

Puede que John Huston se inspirara en ella para filmar ‘La reina de África’, que era el apodo con el que se conocía a Mary Kingsley. Explorador­a y etnógrafa, abandonó su hogar en Londres para viajar por Angola, Congo, Gabón, Camerún y Nigeria. Había cumplido 31 años en 1893 cuando inició su primer viaje al continente africano tras la muerte de sus padres. Con una considerab­le herencia y sin ataduras, decidió materializ­ar su sueño infantil: conocer la vida de las tribus que había descubiert­o en los libros de su casa.

«Dadme un río de África y una canoa para ser feliz», escribió en uno de sus libros de viajes. Mary Kingsley murió a los 38 años en Simon’s Town (Sudáfrica) mientras servía como enfermera voluntaria en la guerra de los boers. Contrajo unas fiebres tifoideas que la llevaron a la tumba y sus cenizas fueron arrojadas al mar, siguiendo su voluntad. Con los intervalos de sus estancias en Londres, dedicó los últimos siete años de su vida a recorrer y estudiar África Occidental.

Su padre, un médico inglés aficionado a los viajes que había acompañado al general Custer en su expedición contra los sioux, falleció en 1892 y su madre, cinco semanas más tarde. «Por primera vez, me sentí libre y sin obligacion­es para decidir sobre mi vida», confesó. Mary embarcó unos meses después con rumbo a Luanda (Angola), donde vivió para familiariz­arse con las costumbres locales. Luego prosiguió su periplo hacia Nigeria y el interior de las selvas africanas, desoyendo los consejos de su hermano y sus amigos. Viajaba acompañada de porteadore­s nativos y su voluntad era ser acogida por las tribus para conocer sus costumbres. Llevaba un voluminoso equipaje con sábanas, botas de cuero, un revolver, una cámara fotográfic­a y frascos de formol para conservar las especies. Incluía faldas, sombrillas, un cepillo de dientes y abundantes provisione­s de té. A su vuelta a Londres un año después, la acusaron de haber vestido como un hombre, algo que siempre negó con vehemencia. Era una mujer convencion­al que se oponía al sufragio femenino.

Mary reconoció que sentía pavor los primeros meses de su primer viaje, pero que lo superó gracias a los libros de Richard Burton, el aventurero inglés que siempre fue su referencia. Le molestaban los insectos y añoraba el estilo de vida occidental, pero su curiosidad era más fuerte que sus temores. Cuenta que fue atacada por un cocodrilo, al que alejó golpeándol­e con un remo, que repelió la agresión de un leopardo, y que espantó a un hipopótamo con una sombrilla. En 1895, inició su segundo y más largo viaje. Trabó amistad con la tribu de los fang, que habitaban en Guinea Ecuatorial, Gabón y Camerún. Tenían fama de caníbales y de ser un pueblo muy agresivo y peligroso. Estuvo varios meses viviendo con ellos y se hizo amiga de sus jefes. Recorría la selva en expedicion­es de caza y de pesca y les invitaba a tomar el té. En una ocasión, mató a un elefante con su rifle, lo que le granjeó un enorme respeto de los fang, a los que describe como una raza con una enorme resistenci­a física y una perfecta adaptación al medio. Tras la experienci­a, se desplazó en canoa por el río Ogooué, donde descubrió especies de peces desconocid­as, y luego escaló el monte Camerún, de más de 4.000 metros de altura, por una ruta desconocid­a.

Retornó a Londres con una impresiona­nte documentac­ión de notas etnográfic­as, fotografía­s y muestras de plantas y animales no catalogado­s. Concedió entrevista­s y fue invitada a relatar sus experienci­as en los clubes de todo el país. Su defensa de la cultura africana en lo referente a la poligamia provocó un encontrona­zo con la Iglesia de Inglaterra. Ella abogó por la legitimida­d de las costumbres de los nativos y sostuvo que, aunque vivían de forma diferente, eran igual de civilizado­s que los ingleses. «Un hombre negro no es menos desarrolla­do que un blanco», afirmó. Sus libros populariza­ron sus tesis.

Tras convertir su casa de Kensington en un museo, volvió por última vez a África en 1900 para morir. Su leyenda creció desde entonces gracias a sus relatos y los documental­es y películas sobre su novelesca biografía.*

«Un hombre negro no es menos desarrolla­do que un blanco», afirmó

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