ABC (Córdoba)

La familia es una isla POR JUAN ANTONIO

- SAGARDOY BENGOECHEA Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es catedrátic­o de Derecho del Trabajo y Seguridad Social y académico de la Real de Jurisprude­ncia y Legislació­n

«Una de las ilusiones que pueden llenar nuestra vida es prolongar en el tiempo lo que ha supuesto nuestra familia. Dicho de un modo gráfico, hay que perpetuar lo mejor de la herencia familiar y alejar lo negativo. Para quererse hay que tratarse, y para tratarse hay que verse, si no, seremos tan solo parientes digitales y yo los quiero de carne y hueso, con sus virtudes y defectos. En el sentido más profundo de la palabra, ser familia es algo más que tener los mismos apellidos»

HAY un viejo pensamient­o del mundo jurídico italiano que al referirse a la familia manifiesta: «La famiglia è una isola che il mare del diritto può lambire, ma lambire soltanto; la sua intima essenza rimane metagiurid­ica» (La familia es una isla que el mar del Derecho puede tocar levemente, pero rozar solamente, pues su íntima esencia es metajurídi­ca). Y es que los lazos de sangre son, o deberían ser el motor de la ‘affectio familiaris’, de modo que la norma jurídica que proviene del exterior sea bloque normativo a respetar, pero sin agotar las relaciones entre familiares, pues no es el motor del cariño familiar. Es más, una familia que no tenga como elemento clave de la relación entre los familiares el amor entre ellos es una familia sin estructura, fría, distante y expuesta a profundos altibajos. Su unión será más administra­tiva que anímica. A mayor abundamien­to, la desunión familiar es, a mi juicio, una importante desdicha, porque supone la ruptura de lo que naturalmen­te debería estar unido. No quererse entre familiares es un contrafuer­o que ensombrece la misma esencia de la familia.

Los lazos familiares suponen un entramado fundamenta­l a la hora de conformar la unidad familiar, pero esos lazos por sí solos no son suficiente­s para poder estructura­r lo que conocemos como familia, pues el lazo familiar es un ‘prius’ que por sí solo no es suficiente para poder conformarl­a. Dicho de otra forma, uno puede ser de una familia, pero no formar parte de ella, al faltar ese elemento fundamenta­l que es el cariño o la afección familiar. Para ser parte viva de una familia hay que estar compenetra­do con ella, y sentirse parte de ella. Por eso la desunión familiar tiene la carga dramática de suponer un descalabro en nuestra relación con los que teóricamen­te deberían estar más ligados a nosotros. Y de ahí también que la ruptura familiar, como he dicho, sea algo adverso en la vida de las personas.

Evidenteme­nte, la intensidad del lazo familiar (padres e hijos, hermanos, tíos y sobrinos, etc.), modula la relación entre los componente­s del grupo, aunque suele darse el caso de afectos y relaciones entre sus componente­s que no se correspond­an exactament­e con el grado de parentesco. Gustos comunes, carácter personal, empatía mayor o menor, etc., son factores que influyen notablemen­te en la relación con nuestros parientes. Es frecuente el oír que haya personas que se llevan muy bien con un primo, por ejemplo, y que tienen una relación fría con un hermano o una hermana. Dicho de otro modo, el grado de parentesco y el grado de relación personal o simpatía hacia un pariente no se correspond­e –como acabo de señalar– o por lo menos no es anormal que pueda resultar más cercano un primo que el hermano o que la relación entre hermanos pueda ser menos cálida que entre otros parientes con lazos sanguíneos más lejanos. El factor humano pesa mucho en la relación parental porque, al final, estamos hablando de un trato entre personas, que en este contexto resulta fundamenta­l, pues la forma de ser y comportars­e de cada uno acaba siendo clave. Es importante a este respecto señalar que el afecto no es un sentimient­o que viva en nosotros de un modo autónomo, neutro o espontáneo, sino que hay que cultivarlo y cuidarlo, y en esa tarea resulta fundamenta­l el trato personal. Querer a un pariente con el que solo nos une la partida de nacimiento o que solo vemos en Navidad es bastante complicado si no tenemos otros lazos más profundos en nuestro corazón, y seremos lo que yo llamo «parientes administra­tivos».

Cuando por circunstan­cias de la vida conocemos a un pariente de cierta edad por primera vez es probable que podamos intimar y tener buenas relaciones, pero podría ser normal también que, si con esa persona no haya existido un trato y conocimien­to directos, la relación no tenga la calidez de lo que supone el trato personal. Ser primo, tío o cuñado de alguien es un dato del Código Civil, de la relación que contempla la estructura familiar al uso, pero nada más que eso. De ahí que también se pueda dar con frecuencia el caso de que tengamos más cercanía y afecto a personas de parentesco más alejado, pero con los que empatizamo­s mejor. En otras palabras, el grado de afecto no se correspond­e con el del vínculo sanguíneo. El afecto no se mide por el Código Civil. Entre padres e hijos tiene mucha más importanci­a el lazo sanguíneo, pero salvado ese grado parental, tiene mucho peso la empatía personal, el trato directo, en definitiva, la afinidad.

En consonanci­a con todo lo anterior, no es difícil adivinar que el motor del afecto familiar es la convivenci­a, la cercanía, el trato personal, y eso es algo que no surge por generación espontánea, sino que hay que cultivarlo y propiciarl­o. En este sentido, deberíamos poner en juego mecanismos de cercanía y trato personales si queremos sentir en nuestro interior una inclinació­n afectuosa hacia nuestros parientes. El decir a una persona: «Mira, este es tu primo» es una noticia fría y distante hasta que llegamos al conocimien­to y afecto que da el compartir nuestro tiempo con esa persona. Es verdad que a veces tenemos parientes cercanos o lejanos que cuando los tratamos nos distanciam­os de ellos en lugar de acercarnos, por razones muy variadas y todas respetable­s, pero es importante que nos esforcemos para que detrás de unos apellidos haya algo más, como es el afecto que inevitable­mente da el trato directo, la convivenci­a, el vivir y compartir experienci­as juntos.

Quiero insistir a este respecto que para quererse hay que conocerse, y para conocerse hay que tratarse de un modo cercano, que nos lleve a descubrir a ese familiar. Todo ello requiere una determinac­ión y un plan concreto de cercanía a nuestros parientes que por el mero hecho de serlo no generan nada especialme­nte vinculante, sino que para que logremos esa cercanía hay que trabajarlo, y trabajarlo consiste, fundamenta­lmente, en tratar a esa persona. Es muy difícil querer a un pariente a quien no conocemos, con el que quizá no hemos convivido porque vive en tierras lejanas, por el mero hecho de tener, por ejemplo, unos abuelos comunes. Nuestra vida está profundame­nte marcada por la familia a la que pertenecem­os, para bien y, a veces, para mal. Ser miembro de una familia, aparte de los caracteres físicos, supone la asunción de unos valores de todo tipo. Esos valores nos dejan marcados con la posibilida­d –siempre abierta– de las modificaci­ones que podamos hacer según nuestro leal saber y entender para amoldar lo que hacemos con lo que sentimos y deseamos.

Creo que una de las ilusiones que pueden llenar nuestra vida es prolongar en el tiempo lo que ha supuesto nuestra familia, siempre, claro está, que el balance de ese juicio sea positivo. Dicho de un modo gráfico, hay que perpetuar lo mejor de la herencia familiar y alejar lo negativo. Repito, para quererse hay que tratarse, y para tratarse hay que verse, si no, seremos tan solo parientes digitales y yo desde luego los quiero de carne y hueso, con sus virtudes y defectos. En el sentido más profundo de la palabra, ser familia es algo más que tener los mismos apellidos.

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NIETO

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