ABC (Córdoba)

Hay que vetar a Juan Ortega

- ROSARIO PÉREZ

Volvimos a la normalidad después de la tarde sin tiempo de Juan Ortega. Y eso que Emilio de Justo dictó naturales con clásica enjundia. Pero el recuerdo del trianero lo difuminaba aún todo. Hay que vetar a Juan Ortega, un torero capaz de que haya un terremoto en la plaza y de que en el telediario se hable de aquella faena en la que se obró el milagro del morir sin prisas. Ortega es capaz de pasar la escoba por los escombros de una corrida y convertir una limpieza de corrales en una pieza artística. Hay que vetar ya en los carteles a Ortega, un torero que en una tafallera ligada a una cordobina es capaz de colmar de canas las melenas recién teñidas. Hasta el moño, se hacen ‘veteros’ los peluqueros. Hasta los sastres, hartos de coser los jirones de las camisas y de abotonar botones desabotona­dos, piden que sea vetado. Hay que vetar al hombre que susurra al toro, al torero que devuelve el silencio hasta transfigur­arlo en oles de desgarro. Hasta los camareros de la calle Sierpes mascullaba­n el veto: ayer nadie comía deprisa, sino con el tenedor de trincheril­las a una mano, mientras la cola se extendía hasta el escaparate de la sombrererí­a Maquedano. Hay que vetar a Ortega antes de que las urgencias se saturen por esos corazones acelerados mientras el reloj parece desangrado. Hay que vetar a Ortega antes de que Sumar mande al paro a Urtasun, antes de que el ministro rumie una medalla para el creador de arte bravo. Hay que vetar a Ortega, del que hasta sentía celos el Cachorro: más despacio su capote que el paso. Hay que vetar al torero de la canela en rama, como su vestido de sevillanía: bordado en oro a estrenar a las seis y media; convertido en oro viejo cuando a las nueve enfilaba el camino a la avenida donde el Guadalquiv­ir le sonreía. Hay que vetar sus ayudados de belleza y alegría, de Resurrecci­ón sin ser el día. Hay que vetar al que enamoró a Florentino, el de las glorias blancas y puras. Hay que vetar a ese que no despide hacia fuera y remata detrás de la cadera. Hay que vetar al torero que pone el sello de la emoción solemne, al artista que luego destroza a la afición con el regreso a lo común. Hasta sus partidario­s quieren vetarlo: allí estaba ese que el lunes llevó a la Maestranza al niño recién bautizado y a la salida se lo encontró de primera comunión hechurado. Juan Ortega, el torero al que hay que vetar: del que todos hablaban ayer sin torear, del que llegaba al tendido el runrún... «el que para el tiempo y dos más».

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