ABC (Córdoba)

El Dorado de lo clásico

- ROSARIO PÉREZ

Lejos del bullicio, entre los muros del silencio y la fe, El Cid elevaba sus plegarias a la Virgen de la Piedad antes de abandonar su vida en el ruedo. La capilla de la calle Adriano era su último refugio espiritual antes de pisar esa Maestranza en la que ha sido cuatro veces Príncipe un torero que ya peina canas de rey. De azul Baratillo y oro apareció Manuel Jesús, con el poso de la edad en su diálogo con lo clásico, el equilibrio entre la técnica y la estética que ha hecho levitar a la afición de siglo en siglo. Y El Cid contó con su beneplácit­o en esa manera de andarle a los toros, en la majeza de su capote –de pintura más de un lance–, en esa ligazón cargada, en el hondo desmayo, en su aureola de pureza, en esos abrochados de pecho con la inmensidad por bandera. Toreando para él: ay, si se hubiese encajado más... Claro que esto último es aplicable al noventa por ciento del escalafón, los de la veteranía y los de la juventud. Entre oles y runrún se vivió su faena al Dorado de La Quinta, muy bueno y de bella estampa, para el que no dolieron prendas en conceder una generosa vuelta en el arrastre. Y eso que, pese a su dulce ritmo, le faltó humillar más. La alegría ganadera contrastab­a con el coraje del matador por no pasear las dos orejas, pero la tizona –cómo no– frenó la segunda.

Acortó terrenos en el serio cuarto, sin una gota de maldad. Anduvo a gusto Manuel, sereno y feliz por poder brindar un toro a su hijo ya con su medio siglo de historia encima. Era el primer paseíllo de un hombre de Salteras con el sello de Madrid, donde La Palomita se quedará sin sus oraciones en San Isidro, una feria tan suya. «¡Viva la Virgen de la Paloma!», puso en titulares abecedario­s Vicente Zabala en «el emotivo adiós de Sevilla» a Antoñete, que tanta veneración sentía por el concepto de El Cid. El imperecede­ro, el que deja aroma de otro tiempo, aunque las cosas no siempre se cuajen enteras.

Para Manuel fue el último brindis de Emilio de Justo: si sólo se apretó de verdad en los finales con un tercer santacolom­a con importanci­a, hizo un esfuerzo tremendo con el más incierto sexto, comprometi­do y convencido, de tragar, querer y poder. De peso su premio al difícil animal, sin tantas bondades de convento como trajo la cárdena corrida, con la guapeza de esta ganadería y tan rebosante de nobleza que se echó en falta más chispa y, precisamen­te, meter La Quinta. Todas las marchas de la técnica pilotó Luque en medio del recuerdo del Dorado del cidismo clásico.

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