Las Ventas como un brazo al que le quitan el yeso
Se da alrededor de Las Ventas una ola de transgresión tan española y tan popular. La gente del toro sigue siendo la misma, pese a que le duela al ministro al que llaman Ultrasun
Amedia tarde por la calle Alcalá bajaban aficionados de clavel, chulapas de escotes desafiantes, constructores de la Lorca, forrados, buscavidas, numerarias del Opus Dei, ladrones de carteras, reventas que ahora parece que los viste Christian Dior, porteros del barrio de Salamanca, aficionados viejos como cristianos viejos todos con cara de llamarse Facundo, japoneses con puraco, niños con capotillos de souvenir y estrellas del rock del mañana. Porque la gente del toro sigue siendo la misma, heterodoxa y variadita pese a que le duela al ministro de Cultura al que llaman Ultrasun.
El día de San Isidro es de claveles en la solapa clavados con alfiler traicionero a la hora de la sobremesa cuando el segundo ‘gin-tonic’ y de pincharse sin querer –uy– con el sobresalto de sacarse sangre para la prueba de glucosa. Y de gentío. Se llenó la plaza de Madrid hasta la bandera. No vino Núñez Feijóo, que viene el viernes, pero no se cabía de gentes, unas calladas, otras más levantiscas sobre todo los de Murcia que venían a jalear a Paco Ureña, a España y no le dieron vivas al Tribunal Supremo de milagro.
Ureña es un torero deconstruido, expresionista y verdadero, crecido en una verticalidad de generación espontánea
en los campos de brócolis de Lorca. Los de Murcia venían a verlo y a disfrutar de las tradiciones y de la libertad en esa cosa cachonda de levantarle las faldas de las sotanas de la puritanía de la izquierda.
Ese dar por saco a la corrección ha sido una constante del aficionado aunque quizás sin saberlo, pero ahora es un ejercicio consciente. Se da alrededor de Las Ventas una ola de transgresión que es tan española y por momentos tan popular, pues se produce sin razones aparentes, sin la intelectualización de los franceses que van a los toros citando a Jean Cocteau.
Ahora van porque toca, que es la razón por la que hace las cosas el pueblo: el pueblo de Madrid. Así que se ha llenado la plaza de un público diferente, cercano al que era y sin serlo del todo, y por momentos uno no sabe si está en Las Ventas suyas o en las de un universo paralelo, improbable, pero cierto al fin y al cabo.
Andan un poco entre dos dimensiones, perdidos constantemente en esa parte de la existencia en lo que uno se plantea qué es lo que se supone que debe de hacer en ese momento. Las Ventas está extraña como cuando a uno le quitan un yeso y no saben qué hacer con el brazo, y sienten alegría y dolor, y vértigo y dentera, y se lo agarra porque no sabe dónde ponerlo.
El nuevo público, en lugar de quedarse callado y observar, expectante lo que se dice y lo que pasa, tiene necesidad de pronunciarse y dice cada cosa. En el cinco, los pibes educadísimos, como salidos de la reunión de júniors de una ‘bigfour’, no saben muy bien la diferencia entre las palmas de tango, esto es de protesta, y las otras, confunden entre recortes y rejones. Beben mucho como para celebrar algo que no entienden aún pero que intuyen, y el torero ha estado bien o mal, dependiendo no sé sabe muy bien de qué.
Piden silencio y no callan. Se levantan cuando no toca porque les da la meona, llevan sus bolsas con cervezas y botellas de whisky por no pagar una ronda en Las Ventas, que cuesta más que un piso en Chamberí. Rezan a un Dios que no conocen, pero adoran. A mí me gustan mucho y estoy con ellos en su heterodoxia de ir a los toros porque hay que ir a los toros, y los prefiero al elitismo que siempre es estrecho en general. Tienen mucha gracia cuando se desdoblan entre lo que está sucediendo y lo que debería suceder, como cuando uno pregunta si está lloviendo y otro le reprocha que no, que «el iPhone no da agua».