Un hilo imaginario
Cuando Max Aub visitó España en 1969 se reunió con él en un café de Madrid y quedó perplejo: a pesar de su admirable capacidad intelectual «nadie le hace caso, como si Antonio Espina fuera un viejo cualquiera». Y seguiría tirando del hilo imaginario de 1942, cuando un ingeniero industrial represaliado, Marcial Lafuente Estefanía, escribía en un rollo de papel higiénico, en el penal de Ocaña, las primeras frases de una novela del oeste, ‘La mascota de la pradera’»
DEBIÓ de ser el invierno de 1967 o 68. Yo tenía 13 o 14 años y veía leer a mi padre noche tras noche hasta las cuatro, las cinco, las seis de la madrugada (nunca lo vi acostarse). Lo hacía siempre en su despacho, por cierto bastante desatendido, absorto en la lectura de libros de historia. Siempre libros de historia. En mi casa apenas entraba una novela como no estuviera vinculada a un tema histórico que podía ser cualquiera relacionado con la historia de España o bien, muy especialmente, con la figura de Napoléon. Acabo de leer, por cierto, un precioso libro, ‘El vicio de Napoleón’, una pequeña joya de la literatura biográfica. Cuánto le hubiera gustado a mi padre la excepcional síntesis escrita por el asturiano T. S. Norio. En todo caso, aquel invierno del 67 o del 68 yo leía, entendiendo lo que podía, que no era mucho, al conde de Las Cases y su ‘Memorial de Santa Elena’, obra escrita con verdadero sentimiento. Y publicada en 1943 en tres tomos manejables, edición castellana de Juan González de Luaces. Era la primera versión íntegra que se hacía de la conocida obra. El libro me impresionó hondamente y entiendo que precisamente por ahí empezó mi afición a la cultura biográfica. Hay cosas que sin ser conscientes de ello nos imprimen una pasión inextinguible. Las Cases conseguía en su diario, sostenido a lo largo de los dieciocho meses que pasó en las tierras de aquella maldita isla de Santa Elena, dar fe del día a día del gran (o pequeño, según se mire) hombre derrotado que apenas dormía, obcecado en asegurarse la posteridad. Pero Las Cases también daba fe de los vientos huracanados de la isla, las lluvias constantes y el maltrato que recibían de los ingleses. «El Emperador no podrá sobrevivir mucho tiempo. ¡Y qué dirá la Historia!». Mi objetivo, dice Las Cases fue, y sigue siendo, que alguien que haya sido maltratado tenga, de algún modo, la ocasión de poder defenderse.
Nos podemos imaginar con qué emoción otro asturiano, Juan G. de Luaces, hombre de letras en los años 30, de ideas republicanas, oculto en su trinchera moral, obligado a reconducir sus ambiciones intelectuales después de la guerra para poder mantener a su numerosa familia, traducía con emoción aquellas palabras como si le fueran dirigidas a él mismo. Luaces vivía volcado en el empeño de una traducción que no conocía estaciones ni apenas pausas. Aprovechaba la temprana entrada de la luz del día para ponerse a trabajar y ya lo hacía sin descanso: un promedio de quince o dieciséis horas diarias. Traducía del inglés, del francés, del alemán, del portugués, del italiano. Entonces carecía de máquina de escribir, de modo que para trabajar se instalaba en un centro que las alquilaba por horas en la calle Tallers de Barcelona. Allí, aprovechando todas las horas de luz que le brindaba el día, llegando antes que nadie para elegir la silla menos incómoda de la sala, Luaces tradujo, en 1942, el ‘Memorial de Santa Elena’. Un encargo de Joaquín Gil para la editorial Iberia. Su hija recordaría más adelante que apenas se levantaba de la silla –porque luego seguía traduciendo en casa–, soñando con un futuro mejor para sus hijos. Murió reventado por la tensión cerebral que le imponía la traducción a destajo, el 23 de junio de 1963. Tenía 57 años.
En paralelo a la traducción que Luaces hacía del libro del conde de Las Cases, un historiador y apasionado de la biografía, Antonio de Marichalar, empezaba a recoger en Madrid los primeros datos para su biografía de Julián Romero, un capitán de los tercios de Flandes con una hoja de servicios impresionante, pintado por el Greco y trasunto del capitán Alatriste. La obra es de lectura farragosamente erudita, pero le valdría al marqués de Montesa el ingreso en la Real Academia de la Historia en 1953. Tres años después leía su discurso de toma de posesión. Sin embargo, Marichalar, que había sido uno de los más firmes entusiastas de la renovación de la escritura biográfica en los años 20 y 30, era, después de la guerra, un hombre ensimismado, replegado en el pasado y semiausente ya de su tiempo. José Bergamín le había definido como «el temeroso» en una colección de retratos exhumada por Domingo Ródenas, debido a la expresión de su semblante que parecía siempre como saliendo de un gran susto o de una sombría preocupación. Marichalar era un hombre discreto, con el sentido del triunfo «harto modesto», como le dice a Guillermo de Torre, y al que en 1942 movía un solo propósito, esto es, sacarse la espina de una biografía anterior, de gran éxito dentro y fuera del país, titulada ‘Riesgo y ventura del duque de Osuna’, publicada en 1930. Fue el quinto volumen de la colección ‘Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX’ dirigida por Melchor Fernández Almagro bajo el espíritu orteguiano de recomponer la historia de España suministrando «un paisaje con figuras». Marcihalar quería demostrar la seriedad con que podía llevar a cabo una biografía, después de haber desperdiciado el material humano que ofrecía aquel ocioso e irresponsable duque de Osuna que, perdido en sí mismo, acabó perdiéndolo todo.
Pero me anclo en 1942, cuando un olvidado Antonio Espina, el mejor biógrafo de aquella generación si las cosas hubieran seguido un cauce natural, recién salido del infierno al haber sido encarcelado en julio de 1936 por su condición republicana (era gobernador civil de Baleares al estallar la guerra) ponía fin, haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, a un libro magnífico, su biografía de Cervantes. Espina fue conducido durante la guerra al psiquiátrico de Palma de Mallorca después de un intento de suicidio a mediados de 1937 del que da cuenta Azaña en su diario. Le atendió el psiquiatra Llorenç Villalonga (el futuro autor de ‘Mort de dama’) quien no tuvo muchos miramientos con el escritor, íntimo amigo de Azaña. Se le condenó a muerte, se le absolvió y volvió a Madrid con el ánimo destruido.
Unos años después se iría a México, no le gustó, y regresó en 1955. Cuando Max Aub visitó España en 1969 se reunió con él en un café de Madrid y quedó perplejo: a pesar de su admirable capacidad intelectual «nadie le hace caso, como si Espina fuera un viejo cualquiera». Y seguiría tirando del hilo imaginario de 1942 –¿por qué 1942?, no lo sé–, cuando un ingeniero industrial represaliado, Marcial Lafuente Estefanía, escribía en un rollo de papel higiénico, en el penal de Ocaña, las primeras frases de una novela del oeste, ‘La mascota de la pradera’. Ya no dejaría de hacerlo y mantendría a su familia con ellas. Discrepo de mi padre, para mí la historia no existe, existe la biografía. El espacio y el tiempo no significan nada en comparación.