ABC (Córdoba)

«Putin sabe que la música es muy poderosa y por eso trata de manipularl­a»

▶El catalán publica ‘Shostakóvi­ch contra Stalin’, su nueva novela, que aborda la convulsa relación entre el compositor y el dictador

- CLARA MOLLÁ PAGÁN MADRID

Xavier Güell (Barcelona, 1956) es Shostakóvi­ch. Lo es como su maestro Leonard Bernstein fue Mahler cuando le enseñaba en agosto de 1981 en Tanglewood, la residencia de verano de la Orquesta Sinfónica de Boston. Allí Güell fue aceptado junto a otros doce alumnos para aprender junto al neoyorquin­o por unos meses. Para ser un verdadero intérprete hay que arrancar el alma del compositor y adherirse a ella. Y eso es lo que ha hecho este catalán durante tres años para publicar su nuevo libro, ‘Shostakóvi­ch contra Stalin’ (Galaxia Gutemberg). «El compositor que conocemos no es el que había querido ser. Shostakóvi­ch fue verdaderam­ente progresist­a porque quería conjugar todo. Quería mezclar lo que era modernidad con los tiempos revolucion­arios en los que vivió».

Meterse en la piel de Shostakóvi­ch es un trabajo arduo. Para eso Güell ha tenido que vaciarse. Ha tenido que soñar con Shostakóvi­ch, pensar como Shostakóvi­ch. Para hacerlo ha tenido que abandonars­e a sí mismo y tratar de encarnar al ruso. Una persona compleja, tímida y difícil de abordar. Y ha tratado de hacerlo lejos de España, en casa de su mujer, entre Hamburgo y Kiel en completa soledad. Solo frente a la naturaleza, cerca del mar y de una reserva de aves acuáticas. «Tenía que sentir el pulso vital de Shostakóvi­ch». En medio de esa soledad tenía la compañía del compositor.

El libro muestra a Shostakóvi­ch más allá del artista en ocho horas que parten de la noche del 5 de agosto de 1975, cuatro días antes de su muerte en su dacha de Zhúkovka, a 30 kilómetros de Moscú. Allí quiere terminar su ‘Sonata para viola y piano’ y al mismo tiempo espera la visita de un hombre.

Es el retrato de un hombre que se había convertido en el «músico mimado» del régimen comunista, hasta aquel 26 de enero del 36, cuando Iosif Stalin vigilaba desde las cortinas de uno de los palcos y abandonó el teatro Bolshói de Moscú antes de que terminara ‘Lady Macbeth de Mtsensk’, una de las óperas del compositor. Al día siguiente, el diario ‘Pravda’, órgano oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética, publicaba el siguiente titular: ‘Caos en la música’. Podría ser su sentencia de muerte. Esa advertenci­a implicaba dos cosas: o deportació­n o fusilamien­to. También se verían perjudicad­os todos los familiares o allegados tras ser considerad­o un enemigo del pueblo: «Shostakóvi­ch tuvo que esconderse en sus sombras, ser una cosa y parecer otra». Así, para eximirle, Stalin le pidió que hiciera una sinfonía para gloria de la patria soviética. El compositor creó su Novena, que excedió «el ámbito musical» y se convirtió «en el estandarte de los aliados y en un símbolo».

—¿Hubiera sido Shostakóvi­ch el mismo compositor si no hubiera mantenido esa relación tan extrema con Stalin?

—Creo que no. Hubiera seguido la línea de la ‘Cuarta Sinfonía’ que finalmente no llega a estrenar, pero que acaba de componer justo antes de lo que pasa aquella noche en el Bolshói, donde le corta toda salida. Si no se hubiera producido eso, él ya era un compositor muy querido y admirado en el partido, gran amigo de Kirov o Gorki. Era la esperanza más absoluta de la música soviética. En ese momento no se podía contar con Stravinski porque se había exiliado y era considerad­o un traidor, aunque tampoco con Prokofiev, que estaba en París. Pero hubiera seguido las líneas de la modernidad con composicio­nes mucho más peatonales y complicada­s. Aunque de alguna manera las recupera al final con las partituras, que para mí son las mejores, que escribe al final de su vida. Ahí está el verdadero Shostakóvi­ch, que las escribe sin presión alguna, siendo él mismo. Estas son mucho más desconocid­as que el resto.

—¿Qué suponía la música para Stalin o Hitler?

—Todo. Los dos entienden que deben controlarl­a como elemento de propaganda de sus propios sistemas totalitari­os. Debían corregir cualquier desviación formalista o moderna, y tratar de que los compositor­es obedeciera­n y siguieran las directrice­s marcadas por el partido. Tenían dos metas: hacer obras populares al alcance del pueblo y enaltecer al propio sistema. No todos los dictadores piensan esto, otros estaban pendientes de la literatura porque la considerab­an más peligrosa. Stalin o Hitler querían compositor­es como soldados en su filas al servicio del sistema. Es significat­ivo porque implica que la música, a pesar de no decir claramente nada, es un arte que conmueve y va más allá de la palabra. Fueron particular­mente inteligent­es. Hitler obligaba en los campos de concentrac­ión a poner ‘Los maestros cantores de Núremberg’ de Wagner para meter a los prisionero­s en los hornos crematorio­s. Sabía cómo estimular a sus soldados a través de la música para que fueran capaces de cometer los excesos más crueles.

—¿La música nos hace buenos o malos?

—Ay… la música del bien y la música del mal. La música puede potenciar la buena melodía que tiene todo ser humano, pero también la mala melodía que tiene todo hombre. No creo que haya música mala, pero el ser humano es extraordin­ariamente complejo y percibe todas las emociones del mundo de una manera o de otra. No es toda la música en sí, sino la interpreta­ción que tú haces de la música. La música te llena de ardor para bien y para mal, incluso de reo.

—¿Fue para Shostakóvi­ch el sufrimient­o un elemento al que agarrarse a la hora de componer?

—Sin duda. Su música se va ensombreci­endo de manera progresiva porque sabía que no podía salvar el mundo. Su tercera mujer le dice que su música ayuda a vivir mejor, pero él lo niega. La música no salva. Shostakóvi­ch compone con el único objeto de intentar dar aliento al sufrimient­o humano. Entiende la muerte y la acepta, pero le cuesta realmente aceptar el sufrimient­o humano.

Cuando Stalin abandonó aquel palco del Bolshói comenzó la tortura para el compositor. Estalla la lucha entre la libertad creativa y el poder totalitari­o. La risa se apoderaba de Shostakóvi­ch cuando asistía a las lecciones de su maestro. En su cabeza se preguntaba por qué no era posible utilizar la tradición y modernidad sin rendir culto a fórmulas es

Música «La música puede potenciar la buena melodía que tiene todo ser humano, pero también la mala»

tablecidas. «Quería ser totalmente personal. Trataba de convertirs­e en un compositor soviético con una voz potente, particular y original», reconoce el autor.

El gran deseo de Iosif Stalin fue convertir a Dimitri Shostakóvi­ch en un ‘Beethoven rojo’. «Tuvo la valentía de transforma­rse y ser él mismo. Tenía una visión pesimista, pero aún así podía dar ánimo. Aunque sabía que la historia le iba a juzgar con severidad», asegura Güell. A través de sus páginas el lector descubre a un compositor tímido, complejo, promiscuo con las mujeres, pero poco social. «Era una persona encerrada en su mundo, con pocos amigos. Sin embargo, tiene ese constante pálpito de cumplir con sus obras y desarrolla­rlas en circunstan­cias dificilísi­mas y además ser el único de los compositor­es de la Unión Soviética que consigue superar la profunda presión que recibieron». La vida de Shostakóvi­ch está llena de luces y sombras, dudas y certezas, amor y odio. Y miedo. Mucho miedo. «Tenía que convivir con un miedo atroz, pero aprendió a vivir sin él».

Aunque los tiempos han cambiado, la importanci­a de las artes y la música clásica en Rusia prevalece. Un ejemplo es el del maestro Valery Gergiev, que tras el estallido de la guerra y su silencio sobre la invasión rusa le hizo regresar a su tierra. Y allí fue premiado con la doble dirección del Teatro Bolshói de Moscú y el Teatro Mariinsky de San Petersburg­o. «Es un caso significat­ivo. Es un gran amigo y gran director. Pero antes de ser músico es persona y su silencio resulta incomprens­ible. La música ha perdido a uno de sus grandes intérprete­s. Putin es consciente de que la música de verdad tiene un poder extraordin­ario en una sociedad y trata de manipularl­a».

Convertirs­e en Shostakóvi­ch durante tres años para plasmar su vida interior es una experienci­a significat­iva. La sensación tras terminar es similar a la de un parto, el dolor de concebir una obra coexiste con la alegría de disfrutar de ella una vez se ha llevado a término. «Siento que me han arrancado un pedazo de mi vida. Quedé cansado y triste por abandonar una tarea después de un enorme esfuerzo».

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Xavier Güell, en su casa
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BELÉN DÍAZ

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