ABC (Córdoba)

Cristianis­mo burgués

«En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de institucio­nes educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprenden­te la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del men

- POR JOSÉ MARÍA TORRALBA José María Torralba es subdirecto­r del máster en Cristianis­mo y Cultura Contemporá­nea de la Universida­d de Navarra

EL cristianis­mo burgués es una forma defectuosa de entender y vivir el Evangelio, presente en algunas sociedades contemporá­neas como la nuestra. ¿En qué consiste? Al igual que otros conceptos relevantes, burgués es una expresión polisémica. En su sentido más común, sirve para referirse a un miembro de la clase social acomodada, que desempeña una profesión liberal o –en terminolog­ía marxista– es dueño de los medios de producción. En otro sentido frecuente, describe la actitud de quien evita la exigencia y procura llevar una vida aburguesad­a, cómoda. De este modo se emplea, a veces, en contextos religiosos para recriminar a quienes viven un cristianis­mo que excluye la cruz. Sin embargo, ninguno de estos sentidos es el relevante para lo aquí se pretende explicar.

A un cristiano burgués le definen dos rasgos caracterís­ticos. Primero, concebir la religión de manera individual­ista y, segundo, haber olvidado el fuerte sentido de misión presente en la Iglesia desde sus orígenes. Podría decirse que se trata de una fe egoísta, pues la máxima preocupaci­ón consiste en salvar la propia alma. Además, y esto es quizá lo más distintivo, su principal deseo es alcanzar la seguridad y la estabilida­d. De este modo se anega el ímpetu creador de quien concibe la vida como respuesta a una llamada. El horizonte espiritual de alguien así resulta previsible, incluso aburrido.

Empleando conceptos de Ortega y Gasset, podría hablarse de un cristianis­mo con mentalidad de masa, que no desea salir de la vulgaridad –la media sociológic­a– ni aspirar a la existencia noble de quien pone sus talentos al servicio de un ideal superior. Reinan el conformism­o y la asimilació­n. Al igual que sucede con el hombre-masa de Ortega, el cristianis­mo burgués no es un fenómeno exclusivo de una clase social, puede darse en personas de distinta condición. De modo paradójico, esta mentalidad a veces se encuentra entre aquellos que respetan los principale­s mandamient­os, participan en actos piadosos y dan limosna, es decir, quienes parecen llevar una vida cristiana exigente.

La clave para explicar este fenómeno se encuentra en la sociología religiosa, pues la cultura propia de cada momento histórico configura la manera en que las personas encarnan la fe. Cultura y religión forman un binomio difícil de separar. Incluso en sociedades poscristia­nas como la española, resulta innegable el influjo que lo religioso sigue ejerciendo. A la vez, como en todo binomio, también hay influencia en la otra dirección. Por su carácter histórico, la religión cristiana no es impermeabl­e a los valores dominantes de cada época.

Fue Benedicto XVI quien más claramente denunció semejante deriva del mensaje de Jesús. Según sostiene en ‘Spe Salvi’, se ha llegado a pensar en el cristianis­mo como algo «estrictame­nte individual­ista» o una «búsqueda egoísta de la salvación» por influjo de algunas ideas propias de las sociedades modernas. En concreto, sería el resultado de haber privatizad­o la noción cristiana de esperanza. El intento de resolver los problemas del mundo «como si Dios no existiera» provocó que la religión quedara recluida en la esfera de la conciencia, el hogar y el templo, como bien ha explicado Charles Taylor en ‘La era secular’.

Es cierto que esta evolución histórica trajo efectos positivos como la separación Iglesia-Estado y la consagraci­ón de la conciencia personal como un ámbito inviolable. Sin embargo, también tuvo secuelas negativas. Los creyentes olvidaron la dimensión social de su fe, según advirtió Henri de Lubac en ‘Catolicism­o. Aspectos sociales del dogma’. Además, surgieron actitudes moralistas, que reducen la religión a lo ético (es decir, a lo puramente natural), traicionan­do así la esencia del cristianis­mo, por utilizar la conocida expresión de Romano Guardini.

Lo que falta en un cristiano burgués es el interés por transforma­r la realidad. Aunque la fe no se identifica con ninguna estructura política u organizaci­ón social concreta, tampoco se desentiend­e del destino del mundo. En nuestras manos está tratar de abrir los corazones –el propio y el de los demás– para que Dios pueda actuar en ellos. Tal es la aportación específica de los cristianos a la sociedad: compartir la alegría del Evangelio, la ley de la caridad y la visión esperanzad­a sobre el futuro.

En nuestro país se echa en falta la contribuci­ón cristiana, que tanto beneficiar­ía a todos. Esta situación se debe más a la inacción o indiferenc­ia de los creyentes que al laicismo rampante. Es, con gran probabilid­ad, la principal consecuenc­ia del cristianis­mo burgués. En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de institucio­nes educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprenden­te la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del mensaje evangélico. Los números no cuadran. Ha habido una clara dejación de funciones: quienes estaban en condicione­s de liderar no han querido o no han sabido hacerlo. Puede que hayan confundido el triunfo profesiona­l con el brillo del rendimient­o y la eficacia, en vez de medirlo en términos de fecundidad y contribuci­ón al bien común. Más allá de la imprescind­ible, generosa y meritoria actividad de organizaci­ones como Cáritas en la atención de los marginados, ¿dónde está la respuesta cristiana ante la ‘cultura del pelotazo’ de nuestro sistema económico, la desesperad­a búsqueda de sentido de tantos jóvenes o la creciente fractura cívica que lamina, día a día, el tejido social?

«Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsabl­es y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos». Así se expresaba un contemporá­neo español, Josemaría Escrivá. Incluso, cabría añadir, esos deberes cívicos se identifica­n –en el mejor de los casos– con pagar impuestos y cumplir las leyes, es decir, lo propio de una persona respetable, un buen burgués. En su diagnóstic­o, este santo contemporá­neo concluía que en la mayor parte de los casos el problema no es de mala voluntad, sino de falta de formación. Ha habido una deficiente transmisió­n de la fe en la familia, la parroquia y la escuela. Por ello, la solución se halla, como para casi todo lo importante, en la educación.

Una expresión que un amigo emplea con frecuencia sintetiza bien lo que aquí se ha expuesto: quien cree, crea. El creyente crea familia, crea cultura, crea comunidad. Todo lo vivo es fecundo. En cambio, una fe burguesa resulta estéril. No se trata necesariam­ente de crear algo nuevo (estructura­s, institucio­nes o partidos), sino de realizar de otra manera –con sentido de misión– lo ordinario, de modo particular el trabajo, pues es donde habitualme­nte convivimos con los otros ciudadanos y podría convertirs­e en el lugar por excelencia de participac­ión social. Las profesione­s –en todas sus formas: de las más reputadas a las más humildes– poseen un extraordin­ario poder transforma­dor cuando se realizan con mentalidad de servicio y no meramente como un medio para obtener sustento, satisfacci­ón personal o éxito.

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