La diplomacia del insulto
¿Para qué sirve la mala educación en las relaciones internacionales?
El presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, llamó a Obama «hijo de puta». Hugo Chávez, ante la asamblea general de la ONU, insistió en que George W. Bush era «el diablo», incluido el tufo a azufre. Boris Johnson comparó a Hillary Clinton con «una enfermera sádica en un hospital psiquiátrico» para después insistir en que sus comentarios habían sido sacados de contexto. Hasta el admirado líder uruguayo José Mujica comparó a Cristina Fernández de Kirchner con su difunto marido: «Esta vieja es peor que el tuerto».
La historia confirma que la diplomacia del insulto no se limita al siglo XXI. Con hechos más elocuentes que palabras, Selim I, sultán otomano, anunció su victoria sobre Dulkadir, territorio tapón frente al sultanato mameluco de Egipto, enviando un emisario a El Cairo. Cuando el embajador fue recibido, abrió una bolsa y arrojó a los pies del líder mameluco la cabeza del gobernante de Dulkadir, uno de sus aliados más cercanos. En 1827, en otra desafortunada gresca, el gobernador de Argel golpeó al embajador francés con un matamoscas provocando más de 130 años de colonización.
Insultar no contribuye a mejorar la reputación de un líder político en la escena internacional, pero como explicaba ‘The Economist’ hace un par de años, llama la atención, algo que los populistas y los autócratas (valga la redundancia) suelen ansiar. Aunque a los ‘spin dictators’ les importa la respetabilidad internacional, valoran todavía mucho más proyectar fuerza entre sus compatriotas. Como bien saben en el Kremlin, nunca viene mal el victimismo mientras se desafía al mundo.
Si la deliberada política del insulto ha llegado para quedarse, la diplomacia moderna ofrece más oportunidades que nunca para la mala educación, desde los memes a los zascas en redes sociales pasando por los tradicionales cables diplomáticos, tal y como demostraron las filtraciones WikiLeaks. Algunos académicos explican el insulto simbólico en las relaciones internacionales como una espada de doble filo que multiplica la vulnerabilidad del Yo del actor diplomático y ofrece al Otro adversario oportunidades para la manipulación y el abuso.