ABC - Cultural

SOBRE LA CREACIÓN Y SUS FRUTOS

La capacidad de hacer algo sin otra esperanza que mejorar el mundo, como lanzar una misión interestel­ar, es lo que otorga esperanza al ser humano

- POR JUAN GÓMEZ JURADO

Cuentan que hace 2018 años hubo unos sabios magos de Oriente que llegaron hasta un humilde cobertizo en Belén siguiendo una estrella. Mirar al cielo nunca ha dejado de traer cosas buenas, aunque cueste mucho levantar los ojos de nuestro propio ombligo.

El peso que nos ata a nosotros mismos y a nuestro planeta es grande. Piensen si no en la Voyager-1, una nave que despegó en el año de mi nacimiento, 1977, y tardó 37 años en salir del sistema solar. Tan solo le quedan otros 700 siglos para alcanzar la estrella más próxima a la nuestra.

Seteciento­s siglos parece un espacio de tiempo harto improbable como para que nos importe, pero como especie estamos tan condenados a buscar una salida a este planeta como agotado lo hemos dejado. Pienso a veces en un grupo de hormigas cada vez mayor en una peña sobre el océano en la que hay solo un puñado de plantas. Las hormigas miran hacia la inmensidad del mar y no son capaces de imaginar por qué deberían arrojar una hoja al agua y empezar a nadar, pero ese es por desgracia su destino, aunque una a una prefieran lo –cada vez más– malo conocido que lo bueno que nunca llegarán a conocer individual­mente.

UN NUEVO HOGAR.

Es curioso cómo son los científico­s, que suelen ser ateos o agnósticos, con notables excepcione­s, los que más creen en una vida futura. Y no hablo de creer en un reclinator­io, sino creer en un laboratori­o y poniendo el dinero y la vida para que las hormigas que nacerán dentro de 3.000 generacion­es sean capaces de alcanzar un nuevo hogar fuera de este. Este es el caso de Antho

ny Freeman y Leon Alkalai, de la NASA, que han ratificado esta semana que lanzarán una misión interestel­ar, la primera que abordaría la humanidad. La idea es lanzar la misión en 2069, 100 años después de que Neil Armstrong diera el primer gran paso para las hormigas. La idea es desarrolla­r una nave capaz de viajar al 10% de la velocidad de la luz, con lo que alcanzaría la estrella más cercana, Próxima Centauri, 40 años después de su lanzamient­o. Las primeras fotos llegarían a la Tierra en 2113, cuatro años más tarde. Los ingenieros y científico­s que analizasen esas imágenes ni siquiera habrían nacido cuando se lanzó la misión original, lo que supone una gran cantidad de retos tecnológic­os (fíjese en la distancia entre nuestra tecnología y la que empleamos en 1969 para llegar a la Luna). Pero el mayor reto seguirá siendo el que nos atrevamos a plantar las semillas de un árbol cuyos frutos comerán nuestros nietos.

MAGIA NECESARIA.

Solo sé que no podemos dejar de plantarlos. Porque esos frutos producen extraños efectos. Intangible­s, extraños. Pero hermosos.

No sé cuál es la magia específica, asombrosa, regocijant­e, que permite que un niño vea un plato lleno de migas – en el que antes hubo galletas– y un vaso de leche vacío, y deduzca que por su salón acaban de pa- sar magos de Oriente. Recuerdo cerrar los ojos en la infancia y percibir el efímero residuo, pardusco y animal, de un camello junto al sofá favorito de mi padre, aunque quizás las causas no fueran las que yo quería creer, o las que yo me imaginaba oler.

No sé cuál es, pero sé que es necesaria.

Hay un sortilegio mudo, sordo, impronunci­able, que surge efecto durante cinco años de la vida de un ser humano. A veces menos, si lo espantan entre susurros despreciab­les los malotes del colegio. Creo que es el mismo hechizo que hace aparecer más tarde monstruos – hic sunt dracones– en los bordes de los mapas. Quizás parecido al que transforma las sombras que se agitan en el armario en peligrosos cocos de manos como espátulas y babeantes bocas llenas de algas. No muy distinto del que experiment­aron nuestros ancestros al ver agitarse el viento más allá del resplandor de la hoguera y creer ver –a veces, viendo– a un tigre dientes de sable con la panza pegada a la tierra, la cola enhiesta y las patas traseras acumulando toda la fuerza de un muelle de resorte cuyo destino final es tu gar

ganta desgarrada.

EMBORRONAR CUARTILLAS.

Un niño, cuando crea, escucha atento ese encantamie­nto sordo, con el oído ligerament­e ladeado hacia la izquierda. A veces nunca crece lo suficiente, ni deja de emborronar, avergonzad­o de sí mismo, centenares de cuartillas con sus pobres remedos del sortilegio a los que otros llamarán Iliadas y Quijotes y Odiseas. Solo cuando ese sortilegio se rompe, cuando no somos capaces de invocarlo, ni siquiera forzándono­s a nosotros mismos, es cuando hemos fracasado realmente como personas y como sociedad. Solo cuando dejamos dentro de nosotros la capacidad de hacer algo sin motivo, sin justificac­ión, sin otra esperanza que hacer mejor el mundo, no hacernos más ricos, es cuando queda alguna esperanza para el ser humano.

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