La reforma que detuvo una sangría inaceptable
La reforma laboral será, indiscutiblemente, uno de los grandes caballos de batalla que trotarán desbocados a lo largo de la escarpada legislatura que nos aguarda. El empeño de buena parte de la oposición y de los agentes sindicales para dinamitar la controvertida normativa se entiende mal a la luz de unos datos de creación de empleo que certifican que algo ha cambiado, para bien, en el mercado laboral durante los últimos cuatro años. Incluso desde la atalaya ideológica más obstinada cuesta no vislumbrar la mejora experimentada durante el año que acaba de concluir. El paro registrado en los servicios públicos de empleo anotó el año pasado la mayor caída de toda la serie histórica, con 390.534 desempleados menos. Y la afiliación a la Seguridad Social creció en 540.655 personas, la mayor subida de la última década. Tanto el número total de desempleados (3.702.974) como el de afiliados ( 17.849.055) se situaron al cierre de ejercicio en sus mejores registros de los últimos siete años.
A pesar de que aún queda por recuperar la mitad del empleo destruido durante la crisis, la sangría se ha detenido, lo que ya supone un notable logro en un cuadro clínico que parecía irrecuperable. Ahora toca estabilizar al enfermo, intentando que el ritmo de la recuperación del empleo no decaiga en exceso a medida que el crecimiento económico se ralentiza, tal y como prevén la mayor parte de los analistas y organismos internacionales para 2017. Introducir retoques puntuales y consensuados en la actual legislación puede ser no solo procedente, sino muy conveniente. Planteamientos como el de la mochila austriaca o una posible rebaja de las cotizaciones deberían estar sobre la mesa para su consideración. Pero voltear por completo el tratamiento de choque sin acabar de dejar claro cuáles son las recetas que se proponen como alternativa parece una actitud temeraria. Y difícil de entender. Desde luego, la opción de retomar el vademécum que se aplicaba antes de la reforma entraría en la categoría del autosabotaje.
El objetivo último e inexcusable es que la mejoría del paciente permita crear un empleo más estable, de mayor calidad y con mejoras salariales. Desde luego, esa tarea no se consigue redoblando el esfuerzo impositivo de las empresas. Y tampoco a base de buenas intenciones ni apelando a dogmas, sino con meditadas medidas que permitan aumentar la competitividad, fundamentalmente a través de la formación del capital humano. Esa debe ser la estrategia, y cualquier otro atajo es pura demagogia.
«Pretender voltear el actual modelo laboral sin ofrecer alternativas es una actitud temeraria»