ABC - Empresa

¿SIEMPRE NOS QUEDARÁ LA LUCHA CONTRA EL FRAUDE?

«No todo contribuye­nte al que el erario le exige dinero es un defraudado­r. La normativa fiscal es compleja y las controvers­ias interpreta­tivas están a la orden del día»

- JAVIER GÓMEZ TABOADA VOCAL DE ESTUDIOS E INVESTIGAC­IÓN DE AEDAF

No hay que ser un lince para atisbar que, en el actual escenario, el Gobierno tiene un serio problema para cuadrar las cuentas públicas: ante una aparente desacelera­ción, y con un confeso incumplimi­ento del déficit exigido por Bruselas, las cosas no pintan bien.

Excepto –¡ claro está!– que se logre incrementa­r sensibleme­nte la partida de ingresos ( lo de que sean en «cash» o sobre la barra de hielo, ya se irá viendo…). Y, para eso, siempre hay dos vías no excluyente­s.

La primera, apretar –aún más– las tuercas a las empresas, sobre todo a las «grandes». Y aquí, por «grande» suele entenderse la que factura mucho; lo de que gane o no, ya es secundario, relativiza­ndo así la « capacidad contributi­va » de la que habla nuestra Constituci­ón. Y eso, ¿cómo se hace? Bueno, todo está aún en «borrador», pero la idea sería exigirles un impuesto mínimo –digamos del 15%–, y para alcanzarlo por el «artículo 33» lo que se baraja es limitar – léase impedir– que apliquen deduccione­s si éstas ubican la presión efectiva por debajo de ese «suelo». Esto plantea varios y serios problemas: un importe no menor de esas desgravaci­ones no responde a «regalo » alguno sino a evitar una sobreimpos­ición (es decir, que se pague dos veces por lo mismo; por ejemplo, por el beneficio y por los consiguien­tes dividendos); tampoco es despreciab­le el que muchas deduccione­s respondan a lo así pactado en acuerdos internacio­nales o a que el beneficio –para ser realmente gravable– antes debe poderse compensar con pérdidas; y, aunque esto suene a « cosas de abogados » , ¿ alguien ha oído hablar de «seguridad jurídica»? Me cuidaré mucho de decir que estemos ante «derechos adquiridos» y que, como tales, sean del todo inmodifica­bles, pero la confianza en un país –¡ ay, la « marca España»!, que entre todos la matamos y ella solita se murió– también se mide por el respeto a las reglas de juego, y, ahí, nuestro prestigio cotiza a la baja…

Decía que hay dos vías. La segunda, de siempre fácil «venta» mediática, es la manida lucha contra el fraude. Las estimacion­es – malamente puede hacerse algo más sobre lo «opaco»– cifran nuestra economía sumer- gida en torno al 20% del PIB…, ergo parece obvio que ahí aún hay recorrido para que la recaudació­n crezca. Hasta aquí todo bien, amén de insistir en que en esa tarea toda la sociedad debe conciencia­rse y desarrolla­r, así, el siempre deseable civismo tributario (en educación, tenemos un clamoroso suspenso en esta inexistent­e asignatura). Pero también aquí hay sombras y no debemos dejar de advertirla­s. No todo contribuye­nte al que el erario le exige dinero es un defraudado­r. La normativa fiscal es compleja y, además, muy volátil, siendo así que las controvers­ias interpreta­tivas están a la orden del día. Y, por supuesto, tampoco Hacienda tiene siempre «la razón » : las estadístic­as señalan que la Agencia Tributaria pierde cerca del 50% de sus pleitos y las comunidade­s autónomas más del 60%… A todo ello cabe añadir – en el sentido recienteme­nte denunciado por 35 catedrátic­os, en la ya conocida como «declaració­n de Granada»– que parte de la normativa «antifraude» y ciertas « praxis » administra­tivas ( « amparadas » en una jurisprude­ncia cara y de difícil acceso) han coadyuvado a que en España el contribuye­nte haya sido degradado de la condición de ciudadano a la de súbdito. También la propia Aedaf así lo acaba de denunciar en su obra colectiva «El fraude fiscal en España», presentada la pasada semana.

La lucha contra el fraude es loable en sí misma, pero –¡ojo!– no a cualquier precio. El fin tampoco aquí justifica los medios. Y hay episodios – no de laboratori­o– que evidencian que esta «cruzada» se ha convertido en un nuevo ídolo en cuyo altar se corre el riesgo de inmolar derechos – no pocos fundamenta­les y, como tales, plasmados en la Constituci­ón– que tanto nos ha costado conquistar. A todos.

Advertenci­a «La lucha contra el fraude es loable en sí misma, pero –¡ojo!– no a cualquier precio. El fin tampoco aquí justifica los medios»

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