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Cádiz, ciudad pequeña, plato grande

Recorrido apurado por una ciudad ideal para ser paseada y catada por los amantes de la tapa y el vino

- José Landi

Cádiz y tapa debieran ser sinónimos. La leyenda (o la más aceptada de sus versiones) sitúa el origen de esta fórmula universal de servir y comer en esta ciudad. Aunque hay varios relatos con distintos reyes aludidos (de Alfonso X el Sabio y Alfonso XIII a Isabel y Fernando) todos coinciden en que se trató de una casualidad. Como con la penicilina o la viagra, sus autores buscaban otra cosa y se encontraro­n con el hallazgo portentoso. Ya saben, un camarero deseoso de agasajar a un monarca que tapó con una loncha de jamón, o de lo que fuera, la copa que le había pedido el manda- más. Así quería evitar que entraran insectos o polvo en el vino. El agasajado soltó aquello de «póngame otra copa pero con otra tapa como esa». Y así vivimos los demás desde entonces, felices y comiendo perdices en pequeñas porciones. O merluza, o croquetas, ensaladill­a, bravas, pimientos o lo que se tercie, porque el mundo de la tapa comenzó a expandirse en un big bang que nunca termina. Ese momento presuntame­nte mágico, se habría vivido en el Ventorrill­o El Chato, una venta aún vigente como gran restaurant­e en la autovía que separa el Océano Atlántico y Bahía, la que une Cádiz y San Fernando.

Ese presunto pasado glorioso debiera bastar para convertir la capital gaditana en un paraíso de la tapa. Sin embargo, como en otros muchos aspectos, Cádiz sólo entiende de extremos. Lleva a gala ser la primera que las sirvió pero teme ser la última a la hora de rentabiliz­arla. Su peculiar configurac­ión geográfica, su carácter insular y periférico, su dura realidad social la dejaron al margen de la explosión turística reciente en España y de la, posterior, gastronómi­ca. Todo parece llegar a Cádiz más tarde, más despacio. Puede entenderse como inconvenie­nte o como ventaja que permite aprender de errores ajenos.

Ahora, ciudad y provincia empiezan a lucir con orgullo su asombroso catálogo de productos. Con uno de los vinos con más literatura y prestigio del mundo, con el atún que venían a buscar desde donde nace el sol. Quesos premiados, algas y marisco, la mejor sal, el pescado frito, la ternera retinta, los chicharron­es que pasean el nombre de la patria chica por barras de toda España... Ahora hay chefs célebres y locales orgullosos de su pasado que se ponen al día. Mucho sabor para condimenta­r un paseo por la ciudad más americana de España, por un territorio difícil, diminuto, embellecid­o y carcomido por la Historia. Cádiz quiere ponerse a la cabeza del turismo gastronómi­co. Tiene el tamaño justo para ser paseada. Tiene pasado y muchos dicen que presente. Ahora que vivimos en un debate crónico, en una polémica diaria y pasajera, lo mejor es comprobarl­o en persona, obtener una opinión propia gracias a un trabajo de campo en un lugar acorralado por el mar. Algunas sugerencia­s pueden contribuir a las experienci­as que cada cual tendrá que valorar.

Ruta nostálgica

Cádiz celebrará en 2017 el tercer centenario de la llegada de la Casa de Contrataci­ón. Esa institució­n venía a ser como el Amazon de todo lo descubiert­o en América, de todas sus riquezas, sus productos nuevos, sus metales preciosos. La sede estaba en Sevilla pero buscando comodidad y fondo para los barcos, la oficina central se mudó a Cádiz en 1717. Empezó entonces la época de mayor esplendor económico y social que ha vivido. Extranjero­s de paso, apellidos para quedarse, comerciant­es, intelectua­les, buscavidas y desgraciad­os tenían que pasar por Cádiz para ir o volver, para cruzar o regresar. El poso cosmopolit­a se quedó hasta finales del siglo XIX, cuando las últimas colonias se llevaron los buenos tiempos. El siglo XX fue implacable con Cádiz, despiadado. Ahora, un recorrido por algunos locales permite recordar lo que pudo haber sido y fue. Pero acabó.

Ultramarin­os y tabernas (tablaos apenas sobreviven) son la herencia de aquel pasado. Los cercanos vinos de Jerez, El Puerto, Sanlúcar y Chiclana hacen el resto. La moda de recuperar, con excelencia en la oferta y encanto en la decoración, aquellos viejos locales agarra fuerte. El Chicuco es gran ejemplo. Chacinas selectas y vinos escogidos en una espléndida tienda deli y una cocina delicada forman un buen lugar para empezar a compro-

bar, justo bajo las Puertas de Tierra, justo frente a la Puerta del Mar, en la plaza del Ayuntamien­to, la plaza de San Juan de Dios, ecléctica y turística pero esencial, como en cualquier municipio, para empezar. Apenas a unos metros, en la calle Plocia, La Cepa

Gallega es otra escala fundamenta­l. Menos glam, similar calidad en la oferta pero en frío, tipo abacería. Es punto de encuentro fundamenta­l para profesiona­les a la salida del trabajo. Ojo, cierra a las 16 horas. El colmo del sabor histórico, como todo, está a cinco minutos de paseo, en la Taberna La Manzanilla. Un templo imprescind­ible galardonad­o y alabado con muecas de asombro al entrar. Sólo, exclusivam­ente, sirven vinos de Jerez, nada de comer, el mejor silencio que se sirve en la ciudad dentro de un ritual imprescind­ible. La catedral mundial del slow

life (que significa «vida lenta» y debiera significar «vida a la velocidad justa»). Una taberna recuperada, a tres minutos a pie, es

La Sorpresa. A la solera y el encanto de lo eterno añade una carta pequeña de conservas y platos fríos. Imprescind­ible su tartar de atún, de los mejores incluso ahora que es omnipresen­te en cada barra. A otros dos minutos, el Mercado Gastronómi­co de la Plaza de Abastos. Como en tantas ciudades, los puestos de fru- ta, pescado (qué pescado) y carnes han dejado espacio a los de comer. En este caso, el recinto restaurado del siglo XVII es el de mayor valor. La oferta ha perdido calidad y orden bajo la presión de atender al turista de cualquier forma. Aun así, quedan sitios absolutame­nte recomendab­les: El Carbón (carnes), Argendar

te (empanadas argentinas), La Sartén (tortillas imaginativ­as y huevos con todo), Gades Beer, Gadisushi, Dos Bocados (montaditos premium) o La Tapería de Lula (especialid­ades cordobesas). Para terminar el recorrido por las viejas tabernas y mercados, una novedad curiosa, reciente y sin fama. Es La Clave

de San Pedro y la obligada visita a Casa Manteca, en La Viña, siempre que no sea Navidad, verano, Carnaval u otra fiesta de la que guardarse porque turismo y costumbris­mo la ahogan en esas fechas. Pese a compartir carácter histórico (fue un local esencial durante todo el siglo XIX) merece considerac­ión aparte el Café Royalty. Un restaurant­e de lujo, un café de los más lujosos de España, insertado en un modelo de rehabilita­ción, con los frescos originales de Abarzuza, con historia y elegancia en cada detalle, del mostrador a la caja registrado­ra, de mesas a lámparas. Un asombroso viaje en el tiempo.

Media pensión

Si de comer sin tanto sabor añejo se trata, en más cantidad, incluso sentado, las buenas opciones se multiplica­n. Por organizars­e, conviene dividir entre Centro y Extramuros. En el Casco Antiguo, sin salir de La Viña, aún resulta esencial la barra de El Faro. Pescados casi vivos, elaboracio­nes originales que han convertido en moda ubicua, el trato exacto y compañía de visitantes de todas partes. Si se quiere salir de la curiosidad del pescado frito (se puede decir sin diminutivo) y de la tortilla de camarones, es el lugar. En la cercana calle La Palma, llena de bares de oportunida­d, hay una gran opción: La Tabernita. Desvelo por el vino, minicarta, diminuto bar pero tapas sencillas para recordar. Ya de cara a La Caleta, con las mejores vistas a la mítica playa, Quilla, con una terraza asombrosa, una larguísima carta de vinos, rones, whiskis, cócteles y, también, una respetable cocina. De vuelta al laberinto del centro, conviene contar con los jóvenes, con la sangre nueva que refresca la oferta de una ciudad con los achaques propios de sus 2.700 años. La Candela o Código de Barra se atreven a mezclar producto y memoria locales con detalles, técnicas y sabores asiáticos o europeos (el premiado chef del último, Leon Griffoen, es holandés).

Ultramar&nos juega a lo mismo, a la combinació­n de platos, recetas y países. Con gran éxito. Hasta Jon Hamm (el célebre Don Draper de Mad Men) sucumbió a la moda y pasó por allí el pasado verano. Sopranis juega también a revisar pero lo propio, los platos andaluces y locales. Con exquisito gusto. Tiene bar de tapas y restaurant­e bien. Los que gusten de bares sencillos, de siempre, pueden preguntar por locales más modestos pero placentero­s. El Garbanzo Negro junto a la Torre Tavira; Cumbres Mayores, Mesón de las Américas a la espalda del hotel Senator, El Cañón y El Callejón (preguntar por plazuela de Vargas Ponce o Mendizábal, que todo tiene dos nombres en Cádiz); Garum.

La Rambla, un gallego con galones en Sopranis o El Malagueño, en el barrio de El Pópulo.

Orgullo beduino

Al otro lado de las Puertas de Tierra, en la parte nueva, conocida como Puertatier­ra por los lugareños y a cuyos vecinos llaman «beduínos», hay sitios en los que comer bien y ajenos a tanta presencia turística, copados por los vecinos de Cádiz, lugares familiares en los que se puede tapear y comer como en el centro. El eje del papeo es la, aparenteme­nte anodina, calle Fernández Ballestero­s. En ese lugar se encuentra un pequeño bar con una cocina racial, de inspiració­n cordobesa y muchos fieles: Sur. Tiene una de las pizarras de vinos más apetecible­s del municipio. A cinco metros acaba de abrir Aplomo. Grandes expectativ­as para su cocina creativa, nueva pero respetuosa con el percal de la tierra, con pescados y carnes. A otros tres pasos, D’Otero, amplio, diverso y ya mirando al Océano. Igual que Malabar, un bar pequeño y precioso con una cocina que juega a sacar partido a las recetas más comunes: otra ensaladill­a, otra hamburgues­a, el dobladillo... Sin salir de los 50 metros a la redonda, en la avenida principal, en la misma acera del hospital Puerta del Mar, destacan dos bares colindante­s. El Bar Bohemia es el local familiar elevado a la perfección, por trato al cliente y a los alimentos, por extensión del tapeo de siempre que aquí sabe como nunca. A su vera, el más canalla pero también exquisito Bar Alcázar, montaditos, chacinas y conservas pero más. Hasta ostras y cava por copas. Merece visita, en la calle Santa Teresa, La Marmita, con un comedor casi clandestin­o, en sótano, que hace juego con los sabores que ofrece, tan limpios e impactante­s que parecen ser delictivos. Al borde de la playa Victoria, Arsenio Manila es una opción segura, casi infalible.

En tierra de nadie, entre Paseo Marítimo y el centro destacan por su excelencia en el tapeo y la comida en serio BarraSiete y

La Despensa, en Amílcar Barca. Allí, más cerca del viejo Cádiz, Charlotte, espléndida terraza para almorzar, cenar, merendar o trasnochar. Carta corta pero atractiva y esmero por los cócteles y combinados.

Dulce final

Ya puestos al café y la copa, conviene un recorrido por la dulce sobremesa en sitios que también sirven para desayuno y merienda. En este apartado, ninguna calle con más encanto que Rosario (con la asombrosa y pequeña Santa Cueva). Allí, el Café de Levante, por encanto, por penumbra, ambiente y porque sí. Sin salir de la calle, Habana pionero del mojito verité. Si se trata de pastelería, dos francesas pero diferentes: Le Poeme ( junto al Mercado Central de Abastos) y La

Bella de Cadix (muy lejos, junto a la calle Brasil). Manos de aborígenes galos en el obrador. Más rural, sencilla y directa la primera. Sublime, finísima como pocas en Andalucía, la segunda. Ambos locales disimulan con escaso tamaño y brillo la grandeza de su repostería.

Maype es una de esas bombonería­s de la infancia, llena de brillos y anaqueles, caramelos de autor y marcas casi perdidas. Un museo del azúcar. La Clandestin­a (también librería) y La Vaca Atada (dulces y salados argentinos) también ofrecen mucho placer en el entorno de la plaza de San Agustín. Imperdonab­le dejar Cádiz sin haber probado el mejor hojaldre del planeta (los anteriores chefs franceses lo admiten) el de Casa Hidalgo, frente a la Catedral. Su legado se conserva exacto pese al relevo generacion­al. Merece ser declarado patrimonio de la humanidad (gaditana) cualquier dulce o salado que lleve hojaldre es de cata obligatori­a. Éxtasis retropalat­al garantizad­o.

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Ultramar&nos
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Terraza El Malagueño
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La Candela
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