UN GUARDIÁN DE ATRIBUTOS A TRAVÉS DEL TIEMPO
El de madera y vino no es un matrimonio perfecto. A menos que los enólogos y vinificadores sepan cuándo parar. Ahí, dicen, está el arte. Pero también la ciencia y la experiencia de quienes guardan sus tesoros entre láminas de roble europeo o americano, acacia e, incluso, cerezo o castaño. Perfumes y notas que requieren de un preciso equilibrio
En Jerez de la Frontera (Cádiz), y en el entorno en el que se extiende su marco, casi no quedan ‘hijos de la cuchilla’. Así se llamaba a los obreros, hijos y nietos de toneleros que con su pericia hicieron posible uno de los milagros más prósperos de la historia del vino: el sistema de criaderas y soleras, quizá la unión más reconocida de vino y madera. El curioso término sale de uno de los documentos que el archivero Manuel Marín ha encontrado buceando en los archivos de Bodegas Tradición. Una colección aún por explorar en su totalidad que guarda documentos desde el siglo XVII y que recoge papeles heterogéneos: desde misivas de casi todas las cortes europeas para comprar jerez hasta ese singular vocabulario sobre tonelería recogido en los años 60 por el lingüista y filólogo Antonio Roldán. La anécdota sirve para comprender la importancia que esta industria paralela y necesaria para la enológica ha tenido en España desde hace siglos. Al menos en todos aquellos puntos en los que la guarda de vinos cobraba sentido por el comercio: desde Cádiz hasta Montilla Moriles, pasando por Alicante con sus apreciados fondillones.
Los historiadores no fijan hasta mediado el siglo XIX la incursión de los gustos franceses que trajeron la costumbre bordelesa de envejecer vinos tintos en barricas. Fue la filoxera la que empujó definitivamente, con un importante negocio de exportación entonces en ciernes
y en pleno auge del ferrocarril, esta forma de elaboración que se convertiría en símbolo de regiones como La Rioja. Ejemplo vivo de ello son bodegas históricas como Marqués de Murrieta –fundada en 1862–, Marqués de Riscal –1868– o la Compañía Vinícola del Norte de España (CVNE) que los hermanos navieros Eusebio y Raimundo Real de Asúa crearon en Haro en 1889.
La madera imprimió una nueva era de crianzas y reservas con la escuela del maestro francés Jean Pineau y lo que se denominó el ‘Médoc alavés’ y con los cimientos que un siglo antes forjó un visionario clérigo ilustrado de Labastida: Manuel Quintano. Fue el primer riojano en creer en la capacidad de envejecimiento de los vinos de su tierra. Tras estos, el sistema se adoptó paulatinamente en el resto de España, abandonando formas arcaicas de almacenaje como los odres –también conocidos como pellejos de vino, hechos con el cuero completo de una cabra–.
Una transición que explican en bodegas como Casa Primicia en el que es el edificio civil más antiguo de Laguardia –y en el que se calcula que se ha elaborado vino de forma ininterrumpida desde el siglo XI–. En sus calados, el espacio robado al subsuelo que cada casa tenía en este rincón de la Rioja alavesa, la tercera generación de la familia Madrid cría hoy sus mejores vinos en foudres y barricas de roble francés y americano y de acacia, arropados por densas mantas húmedas del hongo ‘penicillium’ en sus paredes.
De ese momento histórico participaron compañías que hoy siguen en activo. Gangutia, en Cenicero, es una de las tonelerías más antiguas de Europa. Arrancó su actividad en 1880 coincidiendo con ese nuevo paradigma para los vinos españoles. Al frente de ella está Fernando Gangutia, quinta generación de un negocio que sigue defendiendo su carác
ter artesanal aunque su fábrica sea una de las más punteras de Europa. En ella se elaboran más de 16.000 barricas que llegan a países como Sudáfrica, Chile, Argentina y, sobre todo, Francia.
EL PROCESO
A la intemperie, apiladas y ordenadas de manera alterna, las tablas de madera que darán forma a futuros barriles esperan su turno. Dos años aproximadamente en los que los listones en bruto se lavan, literalmente, con la lluvia. Y, al mismo tiempo, se secan.
Ahí empieza todo, con una gran cantidad de dinero inmovilizado –entre los 6.000 y los 7.000 euros por metro cúbico de roble americano, por ejemplo–. «Lo primero que hay que entender es que una barrica es un mueble. Ese fue el origen desde que lo empezaron a utilizar como unidad de me- dida y medio para transportar cosas los celtas», explica a ABC Teresa Pérez, gerente de Gangutia, caminando entre un cargamento de palés recién recepcionados.
La actividad en esta tonelería es incesante. La madera que acaba de entrar está recién cortada, aún verde. «Su porcentaje de humedad es superior al 56 % y como cualquier fabricante de muebles necesitamos que esté seca para trabajarla», apunta. La larga espera servirá para conseguir que baje hasta una horquilla entre el 15 y el 17 %. Es lo que denominan como ‘curva de equilibrio’: las tablas serán estables en el tiempo, sin cambios en el volumen por dilataciones o contracciones que puedan originar fugas. Aunque obviamente la estanqueidad es relevante, para poder mejorar un vino es importante que la climatología haga su trabajo: «Gracias al sol, al viento y, sobre todo, al agua, la madera pierde restos de resina, lignina y taninos agresivos y forma una serie de hongos en su superficie que harán que el producto resultante sea mucho más aromático y redondo al paladar», describe Pérez.
AMERICANO Y EUROPEO
Este proceso se prolonga hasta tres años en el caso del llamado roble francés –no todo lo es, por lo que sería más correcto ponerle el apellido ‘europeo’–, algo que, entre otros factores encarece el precio de sus toneles. El roble ha ejercido su hegemonía en el almacenaje y la crianza de vino desde hace siglos. Su principal virtud es su dureza. «La madera de pino o el chopo son muy blandas y en contacto con un líquido se estropea. Hay otras maderas que son muy duras pero no son capaces de curvarse sin romperse para adoptar la típica forma de barrica», explica.
Los robles que son aptos –hay más de 700 tipos dentro del género ‘quercus’ que los engloba a todos– son lo suficientemente duros para no pudrirse; maleables a partir de los 160 grados, lo que hace posible que se curve sin partirse; y, lo más importante para los enólogos, es capaz de aportar sabores y aromas que transforman el vino. «Los primeros en darse cuenta de esto fueron los que viajaron a América durante las largas travesías. Al llegar al nuevo continente comprobaron que cuando las barricas eran de roble no solo no se estropeaba el vino, sino que estaba mucho mejor», cuenta.
Prácticamente en su totalidad, las bodegas encargan barricas de ‘quercus alba’ –el blanco americano, que crece en Estados Unidos y el sur de Canadá– y de ‘quercus petrae’ –el europeo, que crece a un ritmo más lento en Francia, Hungría, República Checa o Rumanía–. Su rendimiento es muy dispar y cada tipo de madera aporta aromas y sabores singulares. «Las diferencias también son estructurales. El ‘alba’ es más denso y permite un corte aserrado de las piezas que formarán las duelas –nombre que recibe cada una de las tablas que conforman un barril–. En el ‘petrae’ la parte que se utiliza es solo el duramen –el corazón del tronco, la más resistente–. El aprovechamiento es mucho
menor y esto explica el precio muy superior de las barricas de roble europeo. Además, es mucho más poroso», describe Pérez.
La vida útil de estos toneles varia mucho según los objetivos de cada enólogo, pero de media está entre los seis y los siete años. Algunas de las bodegas más importantes cuentan en sus instalaciones con talleres de tonelería –Muga, en Haro, por ejemplo–. Pero lo más habitual es que los compren fuera.
En Gangutia no hacen ‘stock’. «Trabajamos codo a codo con los bodegueros sabiendo de primera mano qué vinos contendrán. Hacemos el tonel a la medida de sus necesidades, especialmente en aspectos como el tostado ya que este se convertido en una de las herramientas más importantes con las que cuentan los enólogos en su trabajo», relatan los operarios, especializados en cada paso necesario para armar estas cubas. A pesar de la presencia de maquinaria, con alta precisión, el trabajo manual y el ‘ojo de buen cubero’ –de este oficio viene la expresión– sigue suponiendo una parte importante de la tarea. En sus manos hay aún martillos, remachadoras, lijas y cepillos.
Con la madera domada –así la definen cuando, por acción del agua y el calor, gana flexibilidad– el siguiente paso es el tostado. Una receta única pensada para el tipo de vino que contendrá, blanco o tinto, y también la zona en la que será elaborado. «No es lo mismo hacer una barrica para aquí, en la D.O. calificada Rioja, que para Toro o, incluso para Chile, una de las regiones internacionales a las que también llegan nuestras barricas», apunta la gerente de esta tonelería riojana. Pero, sobre todo, lo que definirá el tipo de tostado de la madera serán las preferencias del enólogo. «En un resumen demasiado simplista, podríamos decir que los enólogos clásicos buscan más presencia del sabor a madera en los vinos y las nuevas generaciones buscan otros sabores indirectos que se producen en el proceso de aplicar temperatura a la barrica –puede alcanzar de 180 a 200 grados en su interior–. «Desaparece el olor a tablón y sale el pan, la vainilla, los tostados, el chocolate, los torrefactos», explica uno de los operarios encargados de esto.
Un momento clave que implica una gran precisión y que ha de lograr un tostado homogéneo en todas las piezas encargadas. «Es casi un cocinado: si te pasas de tiempo o no controlas la temperatura ya no hay vuelta atrás», explica mientras añade pequeños retales de madera al interior de los quemadores que aportan aún más matices. «Huele un poco a plátano, a tarta ‘banoffee’ recién salida del horno», describe, haciendo gala del registro aromático tan diverso y amplio que manejan. En Gangutia también elaboran barricas para destilerías de whisky o ron.
LA RECETA DEL ENÓLOGO
Por circunscribir el ejemplo a los rioja, la evolución de los gustos ha ido conformando una oferta mucho más heterogénea en el matrimonio del vino y la madera. Durante muchas décadas y para la mayoría de bodegas la permanencia en la barrica era estrictamente la pautada en el pliego de condiciones de la D.O. –su última actualización es de abril de este año–. En ella se estipula que los tintos ‘crianza’ deben pasar al menos dos años naturales –18 meses para blancos y rosados– sometidos a un sistema tradicional mixto de envejecimiento en barrica de roble de 225 litros de capacidad, de forma continuada y sin interrupción durante un año –seis meses para blancos y rosados–, seguido y complementado con envejecimiento en botella. Para ser considerados tintos ‘reserva’ el periodo se amplía a los 36 meses –al menos 12 en barrica y seis en botella–. La exigencia para los blancos en esta categoría baja a los 24 meses –seis de ellos, en contacto con la madera–. Y para los ‘gran reserva’ la D. O. pauta un mínimo de 60 meses para los tintos –al menos 24 en barrica y otros tantos en botella– y de 48 meses –al menos seis meses en roble–.
Lo cierto es que, aunque la norma es clara, el tiempo de envejecimiento que en la práctica y de forma
LA CRIANZA Y ENVEJECIMIENTO DE VINOS EN RIOJA TIENE SU ORIGEN EN EL CLÉRIGO ILUSTRADO MANUEL QUINTANO (S.XVIII) Y EL FRANCÉS JEAN PINEAU (S.XIX)
oficiosa se aplica a los vinos en las bodegas no es tan estricto. Ese factor no es siquiera el único que determinará la calidad del producto final. Más bien es la suma de muchas variables que empiezan a definirse por el uso de barricas nuevas o usadas, de uno o varios tipos de madera y el ‘blend’ final –la mezcla de unas y otras que el enólogo seleccione para embotellar–. «Una barrica es algo tan artesanal que no puede ser representativa», señala Fernando Domingo, enólogo de la citada Casa Primicia.
«Las tendencias ahora pasan por buscar más fruta, hacer vinos menos maderizados. Los de hace 30 años eran todo madera», dice sobre los gustos actuales. «Eso permitía enmascarar defectos y creó un mercado, que aún existe y hay que satisfacer sin perder identidad, que asociaba ese gusto a una mayor calidad», matiza Iker Madrid, gerente de esta bodega familiar de Laguardia. «Hoy en día se busca sutileza y se emplea como un guardián de los atributos de cada variedad y una manera de controlar la estructura y la tanicidad de cada vino. Pero en este campo, dos y dos no siempre suman cuatro», añade Domingo. El objetivo es buscar un equilibrio entre la fortaleza de la uva y del tipo de árbol empleado: «Para una graciano necesitamos ese ímpetu del roble americano para domarla. Y, por ejemplo, para una maturana se prefiere la finura del francés», describe de forma somera. En una misma referencia embotellada puede haber varios tipos de tonel: «En nuestro blanco fermentado en barrica –cada vez más demandado–, un ‘chardonnay’, hacemos una mezcla de un 40 % de paso por roble fránces, 40 % americano y 20 % acacia».
Para Domingo, el roble americano es más «especiado» que el francés. «En ambos hay vainilla, pero en el primero predominan los toques de coco», describe el enólogo, retirando el tapón de algunas de las empleadas en su citado blanco –Flor de Primicia– en pleno proceso de fermentación con sus propias lías. «En la acacia encontramos más floralidad, aromas más suaves, más blancos, de fruta de hueso», señala.
En grandes vinos, los elaborados con las cepas más viejas por algunas de las bodegas más selectas, el contacto con la madera empieza en la primera fermentación alcohólica, en grandes tinas en las que vierten la fruta seleccionada sin raspón y con un prensado posterior delicado. Procesos muy cuidados que dan lugar a referencias ya históricas como Imperial, de CVNE, o a laureadas piezas de coleccionista como Yjar, el hijo más mimado de bodegueros como Telmo Rodríguez. Un vino joya que recoge, precisamente, la histórica relación de Burdeos con Rioja y el estilo bordelés y que en 2021 logró el hito de ser el primer rioja en entrar en la Place de Bordeaux, uno de los mercados más antiguos –ocho siglos–, complejos y prestigiosos del mundo.