«La aventura del impostor Marco es lo suficientemente ambigua como para que nos interroguemos, igual que ha hecho Cercas, sobre la utilidad de la verdad»
de su guerra en las escuelas y en los medios de comunicación. En 2001 se convirtió en presidente de una asociación de deportados supervivientes, de los auténticos.
Pero la fábula se desmoronó cuando un historiador curioso descubrió que Marco había ido voluntariamente a la Alemania nazi, convencido de que ganaría la guerra, y que nunca estuvo encarcelado en un campo de concentración, sino en una prisión común en el norte de Alemania. El que Marco haya inventado su historia es algo de lo más banal: ¿quién no ha querido ser un héroe? La impostura, como la mitomanía, son formas clásicas de narcisismo. Lo asombroso, cuenta Cercas, es cuántos han creído a Marco, porque querían creerlo.
El personaje aparece, muy oportunamente, en un momento en el que en España se desarrolla un debate sobre el Holocausto y, sobre todo, en un momento en el que la izquierda española se inventa un pasado de resistencia nacional. Marco llegó en el momento justo. Aún más sorprendente es la continuación de su carrera de impostor, porque Marco, lejos de retirarse después de haber sido denunciado, justifica su mentira como una especie de necesidad histórica y un deber de memoria. Ya que los españoles querían escuchar una historia positiva sobre su resistencia, ¿por qué no contársela? En el fondo, afirma Marco, entre el campo de concentración de Flossenbürg y su prisión de Kiel no había tanta diferencia; su mentira no era más que una mentira a medias en beneficio de una verdad superior. Él hablaba, le confesó a Cercas, en nombre de todas las víctimas que ya no podían testificar.
Nos imaginamos a Cercas confuso con la argumentación del impostor. ¿No tendría algo de razón, en el fondo? El impostor está a punto de embarcar al escritor en su impostura, y casi lo consigue, porque Cercas lo compara con Don Quijote. Pero Don Quijote solo se engañaba a sí mismo, mientras que Marco es verdaderamente dañino; es un negacionista al que hay que situar, creo yo, en la misma categoría que aquellos que niegan el Holocausto. Porque negarlo o inventarlo, en ambos casos, es dar a entender que la verdad histórica no importa en sí misma. Si Cercas tuviera que volver a escribir hoy su libro, en un momento en el que los revisionistas pretenden que algo es verdad incluso cuando es falso, quizá sería menos tolerante con el impostor. Y después, puestos a explicarlo todo, a justificarlo todo, lo que hace Marco, y que Cercas reconstruye, es caer en la trampa moral que ya había denunciado Primo Levi: «Explicar todo es perdonar todo», dice un ambiguo proverbio francés.
Cercas no nos dice si hay que perdonar o no a Marco, una vez que hemos comprendido al impostor y su impostura. Al cerrar su libro, me viene a la memoria otro recuerdo de guerra de Primo Levi. Al preguntar a un guardia de su campo de concentración por qué estaba encarcelado, el guardia le respondió: «Aquí no hay porqués». Marco querría convencernos de que existe un porqué. Una trampa que Cercas, algo fascinado por Don Quijote, no denuncia claramente. «¿Dónde está el Sancho Panza de Marcos?», pregunta acertadamente Ron Rosenbaum, historiador del nazismo y crítico estadounidense del libro de Cercas. Al que hay que escuchar hoy es a Sancho Panza.