«Los uigures, como los tibetanos, son casi unos bárbaros que deberían ser civilizados, es decir, achinados. Como en el Tíbet, el pretexto es llevar el “progreso” a la provincia de Xinjiang»
del Partido Comunista y de su presidente, Xi Jinping. Un uigur solo se considera reeducado si abandona su idioma para hablar mandarín, su religión para no tener ninguna otra, y sus tradiciones culturales para abrazar los dogmas y las consignas marxistas.
Esta reeducación parece muy lenta, ya que después de varios años de confinamiento, las liberaciones y el regreso a la vida civil son casi desconocidos; los únicos testimonios directos son los de quienes lograron huir a Kazajstán. Mientras la mayor parte de la población uigur está encarcelada en estos campos, los «chinos auténticos» se apoderan de las tierras abandonadas. Se alienta la colonización, se subvenciona. La capital, Urumqi, es ahora mayoritariamente china, igual que en el Tíbet, donde Lhasa, la capital, se ha convertido en China. Los uigures y los tibetanos son arrojados a las afueras de las ciudades, a hogares y trabajos miserables. Son muy escasos los que, en estos dos pueblos, pueden seguir practicando su estilo de vida tradicional, la ganadería, y preservar su idioma y su culto. El resto del mundo guarda silencio. Algunos intelectuales uigures en el exilio, especialmente Reebiya Kadeer, protestan, pero no despiertan ninguna simpatía. En la propia China, algunos «disidentes» (a los que yo prefiero llamar demócratas y no disidentes), como Hu Jia (premio Sajarov para los Derechos Humanos