ABC (Galicia)

Con una espina, va camino de estrangula­rse Puigdemont: la de los fraternale­s PDECat y Torra. No con veneno

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NO tiene un cataveneno­s. Carlos Puigdemont no dispone de ese prodigio biológico sin cuya compañía ningún señor del siglo XVI italiano se atrevía a ingerir una migaja de alimento en territorio hostil. Y, aún menos, en territorio amistoso. Y, muchísimo menos aún, en territorio familiar. Él se lo pierde. El cataveneno­s honraba a las mejores casas. Y era un signo de distinción, una suprema obra de arte.

Porque no se trataba de un simple sabio. Un cataveneno­s se fabrica a sí mismo a lo largo de toda una vida, mediante ingestión medida de dosis homeopátic­as de esos productos destinados a matar en barrocas variedades. Demasiada ingestión se llevaba al aprendiz del oficio por delante. Demasiado poca lo inhabilita­ba para distinguir un bombón de menta de un chute de cantarela. Sin un digno cataveneno­s, del hiperbólic­amente honorable expresiden­te autónomo no queda más que el despojo de un cobarde fuguista: un donnadie. Lo lamento por él, ¡pobre!

El arte del maestro envenenado­r era gran arte, enseñaba, mediado el siglo XIX, Barbey d’Aurevilly: Leonardo mismo, dicen, no habría desdeñado ese oficio al servicio del Papa Alejandro VI en sus momentos de mayor esplendor mortífero. Y el autor de medita, hacia 1849, sobre la perdida grandeza de los tiempos ponzoñosos: «César Borgia era un guerrero de las batallas al veneno, como Bonaparte lo era de las batallas al cañón. No se ha atendido lo bastante al hecho de que el envenenami­ento era, en tiempos de Maquiavelo, la economía del homicidio. Era un tiempo en el cual se suprimía a algunos hombres para no tener que destruir a pueblos enteros lanzándolo­s los unos contra los otros. La personalid­ad primaba sobre la masa… La política se jugaba entre cabezas de altas miras». O sea, en el léxico de Barbey d’Aurevilly, entre dandis.

Una leyenda atribuye a Leonardo la siguiente historia. Con seguridad, apócrifa. Alejandro VI quiere liquidar discretame­nte a un cardenal demasiado moralista. El envenenado­r papal busca una química nueva que cumpla dos condicione­s: tener el efecto retardado que no altere la cena vaticana y ser indetectab­le por el cataveneno­s. Da con ella. La prueba con un gatito de Lucrecia Borgia. El gatito desaparece. Pasado la fase experiment­al, el mejunje es añadido al suculento pescado de la cena. Pasa el control del cataveneno­s. A mitad del ágape, el cardenal se levanta, se echa las manos al cuello y muere entre estertores. Furor del Papa ante la indiscreci­ón: no era así como estaba previsto fulminar a aquel pesado. Un maullido bajo la mesa revela la reaparició­n del gatito. Leonardo cae en una confusión atroz. Sólo entonces, acude el médico vaticano y constata: el cardenal se ha ahogado con una espina.

Con una espina, va camino de estrangula­rse Puigdemont: la de los fraternale­s PDECat y Torra. No con veneno. Pero, de esas espinas familiares, no existe cataveneno­s que te salve. Muerte natural sólo; sin leyenda. Otro pobre diablo más en el basurero de la política. ¡Qué aburrimien­to!

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