Biden hizo una hermosa plegaria por la unidad, más desiderativa que plausible
BIDEN amaneció en el frío de Washington con un buen gesto. Antes de dirigirse al Capitolio para jurar como el segundo católico que alcanza la presidencia tras JFK, invitó a los líderes republicanos y demócratas de ambas Cámaras a un oficio religioso. Todos respetaron su llamada y rezaron juntos en la catedral de San Mateo, la sede del arzobispado católico de Washington, un templo del XIX a un par de manzanas de la Casa Blanca.
Por la ley, las últimas palabras del juramento de investidura han de ser el ritual «so help me God», con el que el flamante presidente pide ayuda a Dios. Cuando este político profesional de 78 baqueteados años pronunció la fórmula, lo que se te venía a la cabeza es que falta le hará el apoyo de las alturas ante las turbulencias que sacuden su país.
El 46 presidente, John Robinette Biden Jr., expuso con brío el discurso que procedía. Fue una hermosa plegaria por la «unidad», la palabra que más enfatizó, y la esperanza. Evocó el espíritu de los Padres Fundadores pronunciando el legendario «We, The People». Anunció «cosas importantes»... «si estamos unidos». Clamó por una «One Nation», porque los estadounidenses «vuelvan a escucharse», porque sepan discrepar desde el respeto. Salmodió como un chamán anglo y algo espectral las palabras de la curación: «democracia, esperanza, justicia, verdad, dignidad». Recordó que para la salud de la República es imprescindible «defender la verdad y derrotar a la mentira» (¡y qué aplicable sonaba a nuestro Gobierno actual!). Por supuesto, no faltó el tópico de «seré el presidente de todos los americanos». Ni tampoco un poco de esperanza para un Mundo Libre que Trump renunció a liderar: «América será de nuevo la fuerza rectora para el bien en el mundo».
Biden es más correoso de lo que semeja. Doblegó la profunda tartamudez de su infancia. Ha superado terribles tragedias familiares (la muerte de su mujer y dos hijos). Emergió de enfermedades graves. Ha llegado a presidente al tercer intento y en el crepúsculo de su biografía, merced a una cintura maniobrera y una ambición voraz (de veinteañero, ennoviado con su primera mujer, le prometió que sería senador a los 30 y luego presidente; lo primero lo cumplió; y lo segundo, también, aunque haya necesitado casi medio siglo). Biden cae bien. Le gusta la gente, toquetearla y parlotear con ella –incluso gasta fama de palizas–, y es un centrista templado. Pero el reto que se ha puesto, «acabar con esta guerra incivil», probablemente excede sus fuerzas, o las de cualquiera. Nacido durante la II Guerra Mundial, es un hombre analógico para un universo digital, donde se ha infectado una hondísima brecha de rencores. Su país sigue siendo un titán –sus tecnológicas dominan el ránking de multinacionales–, pero pinta mal: avería del ascensor social y desigualdad creciente. Como metáfora, bastaba con echar un ojo a la uniformidad de banda de Pancho Villa de la Guardia Nacional en plena toma de posesión. La llamada a la esperanza sonó más desiderativa que plausible.