Leonardo Padura y el Nobel
Lo excepcional de Padura es que anheló la excelencia rodeado de mediocridad, donde la competitividad no era bienvenida, y el ambiente y los cortes de luz o internet desmotivaban la búsqueda de la perfección lingüística. Trabajar tres años en un libro cuando ignoras la respuesta tras los biombos de la censura, se antoja un esfuerzo sobrehumano; más aún hacerlo en un entorno económico desesperado
EL pueblo cubano, al contrario que el gran Gatsby, perdió hace décadas el don de la esperanza, pero leyendo a Padura, un escritor habanero de éxito y nacionalidad española, parece que podría volver a arrebujar sus sueños. Sus libros están contextualizados en el fenómeno de la diáspora, que ha permitido que Cuba no se muera de hambre, así como en cambios inadvertidos, introducidos a su amparo, que facilitan a los isleños ciertos espacios de libertad. Sí, Padura podría ser el gran hallazgo de la literatura en castellano de la última década.
Hasta 1989 los crímenes en la novela cubana se dirimían con un rancio estilo socialista que impedía que un individuo perspicaz los solventara. Padura decidió, sin embargo, que sus relatos policíacos debían tener un héroe. Nació así Mario Conde, un policía arrollador, pleno de defectos: bebedor, fumador, onanista, mujeriego (con las de pie pequeño), machista-leninista, que no encuentra su sitio en la sociedad ni consigue nada de lo que pretende: escribir, una casita en la playa, comer con frecuencia, conocer Alaska, tener una fuente de ingresos… (desde el inicio quiere dejar la policía por desavenencias varias, para vender libros o vocear lo que fuere).
Sus virtudes son de entidad comparable: leal al amigo parapléjico, el Flaco, a quien una bala perdida destrozó la columna en la guerra de Angola; a su jefe, con el cual comparte cigarros de hoja oscura y cafés bien colados; a sus compañeros de Bachillerato, con quienes se gasta en ron y en viandas todo lo que gana, al grito de ‘¡llegó la abundancia!’; a su amante Tamara, una mulata inquietante, acogedora y desfajada con la que mantiene una intermitente conflagración sexual, y a su famélico perro, Basura, que le ofrece una excusa para no vivir con ella.
Conde trabaja con corazonadas, es incorruptible, gracioso y de buen corazón. Se autoengaña como don Quijote, pero no le engañan y eso lo ha heredado de Sancho. Su vida es trágica como la de Hamlet, pero la afronta con el garbo de Falstaff. Prodiga capacidad de adaptación en todos los ambientes: en una fiesta de gays donde se divierte (Máscaras), se pregunta: «¿Me estaré volviendo maricón?». Le encanta fabular que degusta gastronomía cubana y adobar una chuleta de puerco con comino, hojas de albahaca, cascos de guayaba y yuca con mojo. ¿De dónde puede salir ese festín en Cuba? La madre de su amigo el Flaco, que es la que provee y cocina, dirá: «De la imaginación».
Padura se presenta con esplendor estético, fuerza intelectual y dosis de sabiduría. Rompe con su antaño admirado estilo de Hemingway, de frase corta, en una novela de título premonitorio: Adiós, Hemingway, para mi gusto la menos lograda de la serie. La técnica de sugerir más que relatar fue la que a don Ernesto lo hizo moderno: era absurdo reseñar en París, hasta el último adoquín, como Víctor Hugo, cuando todo el mundo ya lo conocía. Esa técnica, empero, no es válida para describir La Habana, ciudad que se degrada a diario por el desconchado de sus fachadas y el hedor de sus desagües, y donde el carácter de Leonardo hambrea reflejar la jeringonza guagüera y vecinal, y eso lleva su tiempo.
Padura utiliza poco los pronombres demostrativos y los adverbios, se encara con el gerundio y su contribución omnipresente es dominar el adjetivo como un rapsoda los boleros. Sus personajes, incluidas las prostitutas, son dignos sin llegar a la extravagancia buenista de Onetti (El pozo), en que una meretriz señalaba que no le convencía Aldoux Huxley. Él cuida a Zoila en su hablar cubano (Pasado perfecto, una de sus novelas mas redondas) o dota de grandeza a Bethina (La novela de mi vida), pero sin extremarlas. Padura, que en su juventud fue revolucionario, afronta los grandes ‘conceptos frontera’ de Freud cuya definición la Revolución monopolizó: sanidad, educación, libertad… y los aborda como Freud explicaba que había que tratarlos, puntualizándolos: buena sanidad pero sin aspirinas, excelente educación, para los que pueden rentabilizarla… en Miami, y en cuanto a libertades ‘en este país lo que no está prohibido no se puede hacer’. La sabiduría del pueblo cubano no está en el marxismo sino en la supervivencia bruja de ‘resolver’. Hay un momento, no recuerdo en qué novela –ha publicado más de una quincena–, en que Conde abre un destartalado ‘freezer’ de la época de Batista y ve solo dos huevos duros que piden ‘resolver’. Ni el negro Basquiat habría pintado mejor el grito de la hambruna revolucionaria.
Pero además de las siete u ocho novelas de Conde, hay otros grandes protagonistas en sus instantáneas de la diáspora que, cuales bombas racimo, dispersan miedo, añoranza, temeridad, venganza; recogidos en ‘Regreso a Ítaca’ o en ‘Como polvo en el viento’, ilustrando situaciones escalofriantes como aquella en la que una despiadada policía castrista empuja a un ciudadano a optar por la balsa o el suicidio, para años después toparse con su víctima, exilados los dos, apretujados frente a frente en un metro de Madrid. La diáspora cubana, como todas las diásporas, ha conocido el éxito material al costo de desgarros punzantes emocionales; pues bien, emociones a raudales hay en la prosa de Padura, en especial en el libro ‘El hombre que amaba a los perros’, donde su pormenorizado estudio histórico sobre el asesino de Trotski tiene contrapunto, como le ocurrirá también en ‘Herejes’ y en ‘La transparencia del tiempo’, en que su ilimitada curiosidad investigadora lo aleja en ocasiones del argumento.
¿La obra de Padura es merecedora de un premio Nobel o esto es una exageración? La exigencia básica de este galardón es que sea extensa y de contenido sobresaliente, algo que cumplirían una docena de escritores –o más– en castellano. A partir de un umbral de calidad es inviable valorar quién es mejor o peor, como mucho se podría decir quién te gusta más. Lo excepcional de Padura es que anheló la excelencia rodeado de mediocridad, donde la competitividad no era bienvenida, y el ambiente y los cortes de luz o internet desmotivaban la búsqueda de la perfección lingüística. Trabajar tres años en un libro cuando ignoras la respuesta tras los biombos de la censura se antoja un esfuerzo sobrehumano; más aún, hacerlo en un entorno económico desesperado (que decidió no abandonar) que alienta más a echarse a la calle para sobrevivir ‘resolviendo’ que analizar la retórica de unos tropos o la conveniencia de voces como ‘ríspido’, ‘furnias’, o ‘cabalidad’.
Cuando el gran crítico literario Harold Bloom se preguntó «¿para qué sirve la excelencia?», respondió: «Para ayudar a la humanidad». Bien, Padura ha cumplido ese propósito de servicio a los demás, prodigando sentimientos generosos y abordando problemas terrenales insospechados.
es abogado