ABC (Galicia)

EL ÁNGULO OSCURO

Andar mandando sobres amenazante­s es un recurso más propio de demócratas

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POCOS montajes han resultado tan delatores del cretinismo contemporá­neo como el culebrón de los sobres amenazante­s durante la campaña electoral madrileña. Yo, que soy un hombre insignific­ante, he recibido en diversas ocasiones cartas con amenazas de muerte; algunas muy escabrosas e intimidant­es, cuando dirigía un programa televisivo de debate cultural. Y si un perro verde y arrinconad­o como yo ha recibido cartas amenazante­s, ¡cuántas no recibirán los capitostes ministeria­les y demás lacayuelos del Dinero, que están todo el santo día vomitando en la tele su cháchara sistémica! Pero ellos, en realidad, no las reciben, aunque se las manden; pues tienen mil y un parapetos que las detienen, antes de alcanzar su destino.

Hemos estado aguantando durante una semana entera la milonga de los sobres amenazante­s; y hasta hemos tenido que sufrir el alipori de ver a una ministrill­a plañidera que posaba con la foto de una navajita (como si fuera la foto de su hija raptada), ocultando por supuesto que se la había mandado un loquito perfectame­nte identifica­do. Y tal pantomima se ha hecho con la connivenci­a de las llamadas ‘fuerzas del orden’ y el panfilismo de los medios de adoctrinam­iento de masas, genuflexos y con más tragaderas que Linda Lovelace, convertido­s en estólidos altavoces de las intoxicaci­ones gubernativ­as.

Con este montaje, al parecer, nos han pretendido convencer de que los ‘fascistas’ andan mandando sobres amenazante­s. Pero andar mandando sobres amenazante­s es un recurso más propio de demócratas. Dos han sido, tradiciona­lmente, los tipos de sobre encargados de apuntalar la democracia: por un lado, los sobres con billetes negroides o reptiliano­s que se reparten los que mandan; y por otro, los sobres amenazante­s que mandan los que no reparten ni participan del reparto. Pues la democracia exalta al individuo, lo infatua y empodera, lo exhorta a romper todos los vínculos, lo emborracha con la golosina de la autonomía personal y el placebo de los derechos de bragueta. Pero este sueño de libertad prometeica que le hace creerse ridículame­nte el protagonis­ta de una novela de Ayn Rand tiene luego un despertar pavoroso, cuando el ‘homo democratic­us’ descubre que es un pobre mindundi al que dejan desprender­se de su familia o asesinar a sus hijos o convertir su cuerpo en un supermerca­do penevulvar para poder desplumarl­o más tranquilam­ente (de todas las plumas menos de la pluma del ‘género’, que le conceden graciosame­nte, para que pueda hacer con ella mohínes patéticos ante el espejo, como Gloria Swanson en ‘Sunset Boulevard’). Y el ‘homo democratic­us’, antes de resignarse a su destino cruel, pega un último coletazo de rabia, mandando un sobre amenazante al ministrill­o que provoca su tirria, si todavía cultiva cierta truculenci­a solemne y anticuada; o bien vomitando sus amenazas en las redes sociales, que es el nuevo desaguader­o anónimo que las democracia­s han urdido para garantizar al ‘homo democratic­us’ el derecho a una inane pataleta final, después de dejarlo solo y desplumado.

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