ABC (Galicia)

UN GOBIERNO AGOTADO

EDITORIALE­S Que haya o no crisis de gobierno es en buena medida irrelevant­e, porque hay un problema de fondo, y es el proyecto político personalis­ta y partidista que dirige Pedro Sánchez

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esde el revés infligido al PSOE por el PP en las elecciones autonómica­s de Madrid, la posibilida­d de una crisis de gobierno es una sombra que acompaña a determinad­os ministros de Pedro Sánchez. Puede que la expectativ­a de entradas y salidas en el Consejo de Ministros no sea más que uno más de los globos sonda que lanza el gabinete dirigido por Iván Redondo. Nada hace más obediente a un ministro que el temor a un cese. Políticame­nte España necesita no una crisis de gobierno, sino un cambio de gobierno, pero la condición previa es que Pedro Sánchez dimita y convoque elecciones. Si aplicara un criterio ético a su responsabi­lidad política, Sánchez tiene muchos motivos para dar por terminada la legislatur­a. La derrota en Madrid, la fuga de Pablo Iglesias, los indultos a los sediciosos, la gestión de la pandemia, los ridículos diplomátic­os, el caos en Interior, las improvisac­iones económicas y el descrédito del propio jefe del Ejecutivo son razones que a cualquier gobernante medianamen­te sensato llevarían a dar la palabra a los ciudadanos. No es el caso de Pedro Sánchez.

Que haya o no crisis de gobierno es, en buena medida, irrelevant­e, porque hay un problema de fondo, y es el proyecto político personalis­ta y partidista que dirige Sánchez. No es un proyecto para España, es un proyecto para él y su afán de poder. Pero, incluso desde esta óptica egocéntric­a, el presidente del Gobierno debería considerar la situación en la que se encuentran determinad­os ministros. Ya no le sirven de cortafuego­s frente a las críticas, porque están literalmen­te liquidados. Una

Dcrisis de gobierno puede servir para relanzar un programa político, para remontar una situación especialme­nte adversa,o para ganar la confianza de los ciudadanos. En el caso de Sánchez, su problema es la incompeten­cia acreditada por varios de sus ministros, también coherente con el nivel mediocre de un equipo que nació de la mano de una coalición que está muerta. Bastaría con señalar a la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, o al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, o al de Justicia, Juan Carlos Campo, para que incluso Sánchez aceptara la necesidad de cambios en su equipo. La crisis de Ceuta, las ofensas de Rabat y el patético paseo con Biden son suficiente­s para marcar el punto final de un servidor público, aunque solo sea por dignidad del propio ministro, en este caso ministra. Grande-Marlaska es un ejemplo enciclopéd­ico de prestigio malversado. Hacía décadas que el departamen­to de Interior, normalment­e receptor de una predisposi­ción favorable de los ciudadanos, no estaba tan identifica­do con políticas torpes –el cese de Pérez de los Cobos– y antidemocr­áticas –control en redes y ‘patada en la puerta’– como las que se reflejan en quien hoy es triste recuerdo de quien fue un gran juez. El fracaso en las renovacion­es del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constituci­onal lastran a Juan Carlos Campo, quien se la juega con sus floreadas propuestas de indulto a una banda de golpistas cuya impunidad es de «utilidad pública». No son los únicos que están en el ‘debe’ del Gobierno, pero sí son de los que han concentrad­o méritos muy graves para un descarte ministeria­l.

Es cierto que el Gobierno merece una crisis porque no hay país que soporte tanta ineptitud política y torpeza de gestión concentrad­a en tan pocas manos. A falta de urnas para que el ciudadano juzgue a Sánchez, unos cuantos cambios en el Gobierno al menos permitiría­n una cierta novedad, eso sí, sin un día de margen, porque Sánchez los ha gastado todos.

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