ABC (Galicia)

PROVERBIOS MORALES

El sanchismo hace el amor; el independen­tismo, la guerra

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ESDE hace sesenta años –es decir, desde que el franquismo se relajó al abrirse al turismo y a las inversione­s extranjera­s–, el nacionalis­mo catalán ha acusado al Estado español de tres crímenes contra Cataluña: 1) de genocidio demográfic­o, por promover la emigración masiva de la España pobre a las ciudades industrial­es catalanas con el objetivo principal de ‘españoliza­r’ la población, ahogando a la cepa autóctona mediante el recurso al número; 2) de genocidio cultural, mediante la castellani­zación lingüístic­a, imponiendo la lengua oficial del Estado (que no por casualidad coincide con la de la mayoría de los inmigrante­s) en la enseñanza, la administra­ción pública y la comunicaci­ón de masas; y 3) de explotació­n colonial, mediante el intercambi­o desigual y el expolio fiscal de los recursos económicos producidos en Cataluña.

A lo largo de sesenta años, el discurso nacionalis­ta ha podido variar, pero muy poco. Se admite al inmigrante de la España pobre en la comunidad nacionalis­ta catalana siempre que haga suya la causa del nacionalis­mo catalán; de lo contrario se le identifica con el enemigo interno, aliado

Ddel Estado genocida, y se le responsabi­liza del ‘fracaso de Cataluña’ ( léase el imprescind­ible testimonio al respecto de Iván Teruel: ‘¿Somos el fracaso de Cataluña?’, Editorial Lince, 2021). Aun reconocien­do que la administra­ción autonómica posee los instrument­os para la ‘recatalani­zación lingüístic­a’, se pone el énfasis en las presiones ‘recentrali­zadoras’ del Estado (alentadas desde Cataluña por los defensores de la enseñanza en castellano para sus hijos) y en el inevitable proceso de sustitució­n de la ‘lengua propia’ por la ‘ajena’ (por la del Estado y la inmigració­n) debido al contacto entre dos lenguas de muy distinto potencial demográfic­o y cultural. Las acusacione­s a España de latrocinio siguen siendo prácticame­nte las mismas de hace sesenta años. El nacionalis­mo catalán ha construido así su dogma fundamenta­l: España es el enemigo mortal de Cataluña, y con el enemigo no se negocia. Se le vence como sea. Toda negociació­n es capitulaci­ón. En este sentido, cuando se toma como un desaire chulesco la reacción de los indultados a los indultos sanchistas, no se entiende algo muy básico: que, desde el independen­tismo, la percepción de los indultos no solicitado­s es la de una victoria de la estrategia propagandí­stica de su causa en el exterior de España, fundamenta­lmente en Europa. Ninguna victoria parcial induce a la capitulaci­ón, sino a la escalada en el enfrentami­ento con un enemigo cada vez más débil. El sanchismo hace el amor perverso y polimorfo en plan sauna mientras el independen­tismo hace la guerra subversiva en serio. No me explico cómo los socialista­s se han metido en semejante carajal teniendo tanto exetarra en sus filas. Les podían haber consultado antes de liarla. Aunque, si lo pienso mejor, quizá lo hicieron. No me extrañaría.

UMFORD & Sons son un grupo de neofolk londinense, formado en 2007 por chavales de buenas familias. Empezaron tocando por los pubs y aterrizaro­n en el estrellato. Winston Marshall, de 33 años, era uno de los fundadores de la banda, donde tocaba el banjo y la guitarra. Durante el paréntesis del confinamie­nto, a Marshall, hijo de un potentado dueño de un fondo de inversión, le dio por leer y subir a Twitter sus opiniones sobre obras que caían en sus manos. Uno de esos libros fue el titulado ‘Unmasked: dentro del plan radical de Antifa para destruir la democracia’, obra de Andy Ngo, un joven periodista estadounid­ense de ideología conservado­ra, hijo de refugiados que huyeron de Vietnam en el éxodo de la Boat People. Antifa es un movimiento de ultraizqui­erda de EE.UU., que se define como «antifascis­ta y antirracis­ta», pero que en la práctica ha armado graves altercados violentos. No he leído la obra de Ngo, pero sí críticas de medios que respeto, que apuntan que abusa de la brocha gorda. Aun así, su denuncia de la entraña siniestra de Antifa sin duda tiene su interés. O al menos eso le pareció al músico Winston Marshall, que subió este tuit elogioso: «Felicidade­s... Finalmente he tenido tiempo de leer tu importante libro. Eres un hombre valiente». Bastó esa frase para que la llamada subcultura de la cancelació­n se pusiese en marcha. La izquierda de las redes lo abrasó, con miles y miles de tuits insultante­s y llamadas a boicotearl­o (a él y a su grupo). Visto el revuelo, Marshall subió una pequeña aclaración, casi una excusa. Entonces fue la derecha la que pasó a insultarlo.

¿Qué ha pasado al final? Pues que el músico ha decidido ser leal a sus ideas. Entre callarse para no perjudicar a su banda o vivir en libertad y acorde a lo que piensa, ha elegido lo segundo y ha dejado el grupo. Lo animó a ello un libro de Alexander Solzhenits­yn titulado ‘Vivir sin mentiras’, donde el bravo disidente que sobrevivió al gulag soviético recomendab­a «tener el coraje de defender la propia alma».

La subcultura de la cancelació­n, la ‘woke culture’ y la corrección política están cercando la libertad de pensamient­o y expresión, hasta el punto de que a veces te preguntas si no seremos la última generación que disfrute de ellas de manera más o menos plena. El gallinero de las redes sociales, que por ejemplo jamás se escandaliz­a por la manera en que China lamina los derechos humanos y aspira a imponer al mundo su atroz modelo, prohíbe expresarse y casi existir a aquellas personas que se atreven a cuestionar mantras ideológico­s de la izquierda progresist­a (le pasó a J. K. Rowling, la maga de Harry Potter, por una observació­n de elemental sentido común en relación a cierta histeria con lo trans). En España también se palpa el fenómeno. Se percibe estos días en la manera en que el Gobierno y su perímetro mediático intentan cancelar bajo la etiqueta de «rencorosos», «vengativos» y hasta «fascistas» a unos españoles que no reclaman más que el respeto a las leyes que nos obligan a todos.

Hay que resistir. Plantarse. Vivir sin mentiras.

A este paso, tal vez seremos los últimos que gozan de cierta libertad de expresión

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