La miseria moral de Schmitt
GARCÍA CUARTANGO Pretende hacernos creer que no hay conexión ninguna entre la teoría y la praxis, entre lo que uno defiende y las consecuencias de su aplicación
DECÍA Emil Cioran que el rencor proviene del hecho de no haber podido alcanzar lo que siempre hemos deseado ser. La frase del filósofo rumano ilustra el sentimiento de amargura de Carl Schmitt, el gran jurista alemán que simpatizó con el nacionalsocialismo.
Schmitt llegó a ser militante del partido de Hitler, aunque se distanció a partir de 1936. Muchos le consideran el ideólogo de la arquitectura legal del régimen. Fue encarcelado al término de la II Guerra Mundial por los aliados, que acabaron por ponerle en libertad en 1947 tras no poder conectar sus ideas con los crímenes nazis.
Schmitt ha pasado a la historia como el padre del decisionismo, que sostiene que el Estado es la fuente absoluta de legitimación en el ejercicio del poder. Afirmaba que el caudillo tiene una libertad ilimitada para conseguir sus fines, ya que encarna la voluntad popular.
Es evidente que Schmitt no creía en la democracia parlamentaria y defendía un Estado autoritario en el contexto de una dialéctica entre amigo y enemigo que justificaba la eliminación del adversario y la supresión de los derechos individuales en favor de la voluntad del pueblo.
Pese a la derrota y la destrucción de Alemania, Schmitt no rectificó sus opiniones, limitándose a subrayar que él era un profesor universitario que jamás desempeñó cargos políticos y que sus enunciados eran teóricos. No se consideraba responsable de los crímenes nazis ni de su locura totalitaria.
Por el contrario, al acabar el conflicto, se creía víctima de una grave injusticia al no serle restituidos sus cargos académicos y se veía como una víctima de los aliados, que, a su juicio, habían remplazado la dictadura de Hitler por una falsa y manipulada democracia participativa.
Merece la pena leer ‘Glossarium’, sus anotaciones entre 1947 y 1958 que rezuman frustración y resentimiento. El libro, que acaba de ser editado en nuestro país, cautiva al lector por la extremada brillantez del personaje y sus sarcásticos comentarios.
«No he hecho en mi vida otra cosa que expresar advertencias bien reflexionadas, desinteresadas y benévolas. Pero los advertidos siempre lo han sentido como una molestia pesada y, finalmente, me han arrinconado», asegura. Este era su sentimiento: el de sufrir una persecución a causa de sus ideas políticas. Ni un ápice de remordimiento o de comprensión hacia las víctimas.
Lo que me impresiona de este libro es la contradicción entre la inteligencia, la erudición y la vasta cultura grecolatina de su autor y su connivencia con la barbarie que habían justificado sus ideas. Schmitt pretende hacernos creer que no hay conexión ninguna entre la teoría y la praxis, entre lo que uno defiende y las consecuencias de su aplicación. Por eso, ‘Glossarium’ me parece una muestra de cinismo y de cobardía moral que le retrata.