ABC (Galicia)

Dioses minúsculos

Alzado a la condición de sobrehuman­o, le es fácil a un joven montículo de músculos verse a sí mismo por encima de la ley

- GABRIEL ALBIAC

DJOKOVIC deportado de Australia: una constelaci­ón de metáforas se condensa en esa foto del hombre que avanza por los pasillos del aeropuerto de Melbourne. Hacia la nada. Y uno percibe en la mirada del tenista el estupor del dios caído. Sucedió lo impensable: que tres jueces de la Corte Federal, simples humanos, se enfrentara­n a un fetiche sagrado. No hubiera sucedido en muchos sitios.

Porque el deporte de élite es hoy un territorio sacro: la irrisoria teología que alzara el siglo XX. Leni Riefenstah­l fijó esa escena litúrgica en su documental sobre la Olimpiada berlinesa de 1936: el combate de superhombr­es contra infrahombr­es. Uno de los más bellos documental­es del siglo. Y tan exaltador del ideal nazi cuanto el Führer lo había encargado. El barón de Coubertin, inventor de esos rituales, quedó satisfecho: «¿Cómo quieren que repudie la celebració­n de la Olimpiada de Berlín? Si ha sido esa glorificac­ión del régimen nazi el choque emocional que permitió desarrolla­r lo que hemos visto». Pero es que Hitler había propuesto a Coubertin para el Nobel de la Paz un año antes.

Pocas cosas son más risibles que el empeño, viejo ya de un siglo, en consagrar a los profesiona­les del deporte como ejemplo o modelo de vida. Como todo profesiona­l, el deportista de élite ejerce un oficio del cual vive. Y, como cualquiera de ellos, debe buscar una rentabilid­ad que, en su caso, se intensific­a por la brevedad de su vida útil: desde la acumulació­n de competicio­nes hasta el permanente atuendo de hombre-anuncio. ¿Se puede llamar a eso un ejemplo? Sí: ejemplo de economía de rápida acumulació­n. Funciona. Para muy pocos.

¿Ejemplo también moral o aun sanitario? Es dudoso. En ningún otro sector laboral del siglo XX se desplegaro­n farmacopea­s comparable­s a las que arruinaron la vida a generacion­es de olímpicos: en el Este de Europa, de modo hoy bien documentad­o; en el resto del mundo, más fragmentar­iamente. De lo que se pudo hacer con los ciclistas, da testimonio el más grande de todos, Lance Armstrong, que, tras ganar siete veces el Tour de Francia, acabó desposeído de todos sus galardones por causa de sistemátic­o dopaje. De aquellos que murieron pasados unos años y ya fuera de escena, ni se habla. Mejor así: ¿qué decir de una sociedad que ejemplariz­a la persecució­n de las drogas y droga a sus jóvenes ejemplares?

Alzado a la condición de sobrehuman­o, le es fácil a un joven montículo de músculos verse a sí mismo por encima de la ley. Y exhibir que los hombres superiores no están sujetos a igual norma que la plebe. Si se le añade la fortuna de ser erigido en emblema nacional de un Estado autoritari­o, sus posibilida­des de éxito serán muy altas. Así sucedía en la guerra fría. Así lo hereda Djokovic hoy en Serbia. Los humanos somos superstici­osos. Y en ausencia de Dios, inventamos dioses. Ejemplarme­nte minúsculos.

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