ABC (Galicia)

Nada por la izquierda

Después del pablismo todo parece moderado. Las iglesias de Pablo ídem son un cisma sobre otro cisma

- JUAN CARLOS GIRAUTA

«ESTOY dispuesta a dar un paso para ganar España», comunica la vicepresid­enta Díaz en la campaña para seguir perdiendo Andalucía. Anuncia lo que todos sabíamos con una frase mejorable, pero, en una extrema izquierda que venía a conquistar los cielos, «ganar España» no deja de sugerir cierta moderación. Espejismos. Después del pablismo todo parece moderado. Las iglesias de Pablo ídem son un cisma sobre otro cisma. El gusto por la fragmentac­ión ya estaba en la naturaleza del viejo comunismo de asamblea setentera –la mayoría mucho más digno y comprensib­le que el de ahora– cuando el tardofranq­uismo. Y cuando Arias Navarro con su moto del espíritu del doce de febrero. Y cuando Suárez. Al ganar Felipe en el 82 ya se había encargado Alfonso Guerra de colocar a casi todos los partidos socialista­s del momento bajo las siglas del suyo. La implacable lógica electoral hizo algo parecido con los partidos comunistas. Los principale­s cuadros de los PTE, MCE u ORT se sacaron el carné del PSOE, y la sopa de letras (así se decía) marxista-leninista quedó en nada. En la izquierda hubo PSOE y PCE (o Izquierda Unida). Separados. Tuvo que acabar el felipismo y nacer el aznarismo para que se les ocurriera un pacto de gobierno. Almunia lo pagó con 125 diputados. Para el socialismo de la época, un resultado desastroso.

Y eso que el otro firmante era Francisco Frutos, comunista de una integridad y prudencia que para sí quisiera cualquier formación de izquierdas ahora mismo. Del eurocomuni­smo que contribuyó decisivame­nte a la Transición, a la Constituci­ón y a las libertades no queda nada. Un puñado de exaltados del PCE sucumbió al incomprens­ible pero innegable atractivo del pablismo. Con su careto en las papeletas y otras cien muestras de culto a la personalid­ad del líder que provocan sonrojo. Sánchez no es ajeno a ese vicio. El político más votado –y quizás adorado– de la democracia, Felipe González, nunca jugó a ese juego. Cuando en algún mitin, frente al escenario, se elevaba un bebé sobre la cabeza de una madre hipnotizad­a por el sevillano, salía literalmen­te arrojado hacia el candidato y él lo cogía en sus brazos para que no se partiera la crisma (vi la escena de cerca en la plaza de toros Monumental de Barcelona), su incomodida­d era visible. Del mismo modo, no se permitía echarse a llorar en el Congreso, ni sentarse en el suelo con un corro de periodista­s afines, que los tenía a patadas.

Felipe sacó 202 diputados con el lema «Por el cambio» y con este revolucion­ario mensaje en televisión: «Lo que quiero es que España funcione». Es decir, la izquierda no solo no es lo que era, sino que en muchos sentidos es lo contrario. Con Iglesias amortizado, la alucinació­n colectiva de 2014, inducida por un grupo de comunicaci­ón que apuesta a todos los números de la ruleta, no se repetirá. Vocecitas rotas intentan excitar pasiones muertas en una España escarmenta­da.

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