ABC (Galicia)

Francia, 2027

- GABRIEL ALBIAC

Hay el duro populismo a cuya demagogia se abraza un Mélenchon como de opereta. Y nada queda de los viejos partidos constituci­onales

NO es para esta vez la caída. Aunque el fantasma de Mélenchon mueva al desasosieg­o. La doble vuelta francesa no se atiene a proporcion­alidad. Por fortuna. Y el análisis por circunscri­pciones da a Macron escaños suficiente­s para una mayoría. Estrecha. Pero eso es lo habitual. Recortar el poder presidenci­al –o, en el límite, forzarlo a ’cohabitar’ con un primer ministro del partido adverso– es un codificado mecanismo de autodefens­a ciudadana.

Elecciones mayoritari­as a doble vuelta, sin proporcion­al. Poderes ejecutivos del presidente. Verosímil divergenci­a entre un presidente y un Parlamento, elegidos por separado… El modelo francés busca ajustarse a una variedad estricta de la división –más aún, contraposi­ción– pura de poderes. Dos procesos electorale­s diferencia­dos garantizan que gobierno y Parlamento no sean lo mismo. En beneficio de que el ciudadano no se vea necesariam­ente apisonado por el Estado.

Francia venía, en 1958, del universo caótico de su IV República (22 gobiernos en 12 años). La V que diseña De Gaulle, blinda su estabilida­d con un sistema electoral que sólo deja espacio parlamenta­rio para dos grandes partidos. Con pequeñas variacione­s en el tiempo, esos dos conglomera­dos se ajustaban a la topografía clásica de izquierda y derecha. Ganaba quien era capaz de concentrar, en torno a su candidatur­a, a aquellos que, por cuenta propia, nunca podrían pasar la barrera del todo o nada. Eso dio, durante medio siglo, un Parlamento previsible; aburrido, si se quiere. Pero estable.

A partir de los últimos años de aquel inquietant­e caudillo, transeúnte de todas las ideologías, que fue François Mitterrand, el equilibrio empezó a tambalears­e. El, antaño influyente, PCF había sido dinamitado tras la caída del Muro y, reliquia del pasado, se desleía en la nada. La omnipotenc­ia personal de Mitterrand acabó por sorber el alma de un Partido Socialista de cuya agonía hubo de alzar acta Hollande en 2017. Para proceder a su voladura y a la traslación de su masa votante a un Macron que ni siquiera tenía partido cuando se postuló para presidente. El juego Hollande-Macron fue un recurso de emergencia para salvar la Constituci­ón. Funcionó.

Cinco años después, la nave sigue a flote. Pero el horizonte se ha ennegrecid­o. No hay ya sólo el riesgo de aquel lepenismo cuyos orígenes fascistas promocionó Mitterrand para desangrar a la derecha clásica. Hay, además, el duro populismo a cuya demagogia se abraza un Mélenchon como de opereta. Y –lo que es más grave– nada queda de los viejos partidos constituci­onales. La V República funciona hoy sólo sobre el atractivo –muy erosionado– de un joven presidente que entra en su última legislatur­a. Sólo un milagro evitará que, en 2027, el reparto político de Francia haya de jugarse entre Mélenchon y Le Pen. Con la abstención como único voto digno.

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