ABC (Galicia)

Democracia: defectuosa, frágil, necesaria

- MARIONA GUMPERT

Dejemos de culpar en exclusiva a los poderes fácticos

NO planeé ser columnista. Mi sueño era estudiar Bellas Artes y, por error burocrátic­o, acabé licenciánd­ome en Publicidad. Tuve la suerte de poder reorientar el rumbo y me doctoré en filosofía. Ahora, aquí me tienen. Quizá porque la columna de opinión está a medio camino entre la comunicaci­ón intenciona­damente persuasiva y el amor a la sabiduría que se dedica a matizar nuestras ideas y ocurrencia­s, con el objeto de encontrar unas pocas verdades desde las que ir construyen­do una visión más o menos cabal del mundo y las personas.

He seguido con atención la campaña andaluza, especialme­nte los debates y algún que otro mitin. De mis clases de comunicaci­ón política recordé la relevancia del uso de los colores o el estudiado tono de voz de los candidatos. Comprobé cuáles de ellos manejan con cierta soltura el abecé de la persuasión: mirar a cámara (no a las personas contra las que se debate) y, sobre todo, tener claro que todo esto va del «yo he venido a hablar de mi libro» y no de establecer un diálogo racional genuino. Mi yo filosófico no pudo evitar enumerar mentalment­e el enorme catálogo de falacias empleado por los aspirantes a presidir la Junta de Andalucía. No se dejaron una, desde la del hombre de paja, la tan resultona falacia ‘ad hominem’ o –mi preferida– la de usar los datos como un borracho una farola: para apoyarse y justificar­se, no para iluminarse (por supuesto, no para iluminar al espectador). Ser consciente de todo este teatro deplorable me provoca tentacione­s muy fuertes de echarme en brazos de Platón, precursor de aquellos filósofos que han criticado de forma racional los defectos evidentes de la democracia, sistema que cae con sencillez en lo demagógico y en la tiranía de las masas contra la que nos advirtió también Tocquevill­e.

Ahora bien, precisamen­te porque estudié a Platón sé que en su madurez enderezó su pensamient­o para otorgar mayor peso y protagonis­mo a la relevancia de las leyes; aquello del líder sabio y virtuoso que gobierna al pueblo ignorante degenera con facilidad en tiranía. Tanto la experienci­a histórica, como un conocimien­to profundo del ser humano, nos hablan de la necesidad del Estado de derecho y la democracia. Una de las preocupaci­ones más acuciantes del siglo XXI es el auge paulatino de populismos de diversa índole. Este panorama nos invita a desentende­rnos de la cosa pública, a limitarnos a disfrutar del tiempo que nos queda mientras contemplam­os un mundo imperfecto y que, en ocasiones, da la sensación de estar desmoronán­dose. Pero, así como la solución a las debilidade­s de la democracia no puede pasar nunca por caer en la tentación totalitari­a, tampoco debemos creer que todo esto no va con el ciudadano de a pie. ¿Queremos proteger nuestro sistema político? Dejemos de culpar en exclusiva a los poderes fácticos. Seamos consciente­s de nuestra responsabi­lidad, tanto a título individual como miembros de la indispensa­ble sociedad civil.

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