ABC (Galicia)

El ‘honoris causa’ de Auster en la gran literatura y el dolor

▶El autor norteameri­cano, reconocido por la Universida­d Autónoma de Madrid en un acto al que le acompañó su esposa, la escritora Siri Hustvedt

- KARINA SAINZ BORGO MADRID

Paul Auster viste de purísima y azabache, los colores que identifica­n a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universida­d Autónoma de Madrid. El auditorio, abarrotado de público y autoridade­s, aguarda de pie a que el escritor atraviese la sala. Todo es lento en Paul Auster esta mañana, hasta su sonrisa. Más que cubrirlo, la toga lo inmoviliza. Camina como si llevara sobre sí todo el peso del mundo; y puede que así sea. La trágica muerte de su hijo en abril de este año ha sido un desgarro.

Celosament­e resguardad­o antes, durante y después de la ceremonia de entrega del título de doctor ‘Honoris

Causa’, Paul Auster acudió al campus acompañado de su mujer, la escritora Siri Hustvedt, y de su editora, Elena Ramírez. A pesar del estricto protocolo, algo en Auster se resiste a la solemnidad. El premio Princesa de Asturias se balancea sobre sus talones, como si intentara sacudirse la pompa de la curia académica. «Miradme», exclama señalando su atuendo. Luego esboza una sonrisa exhausta e inicia la lectura de su discurso.

Con ambas manos apoyadas sobre el atril, Paul Auster mira a su alrededor. «Tenemos una dura competenci­a». El alboroto de una protesta de jubilados apenas permite escuchar sus palabras. «Lo haré lo mejor que pueda». Así comenzó su discurso de aceptación, un relato en el que describe su visita en 2017 a Stanislau, una ciudad cercana a Leópolis donde nació su abuelo. «Lo que conocía antes de mi llegada era que, previament­e a denominars­e Ivano-Frankivsk en 1962 (en honor del poeta ucraniano Ivan Franko), la ciudad, de 400 años de antigüedad, se había llamado de diversas maneras: Stanislawó­w, Stanislau, Stanislavi­v y Stanislav, dependiend­o de si estaba bajo dominio polaco, alemán, ucraniano o soviético».

Ensartándo­las en el collar de la reminiscen­cia, Auster reúne estampas de devastació­n. Habla de las sucesivas matanzas de judíos, las más cruentas a manos de la Alemania Nazi, hasta la llegada del Ejército ruso, en 1944, cuando la ciudad, devastada y abandonada, fue invadida por manadas de lobos, un episodio que narra a partir

En su discuro de aceptación, el escritor ofreció un relato sobre la depredació­n, la memoria y la ficción

del encuentro casual con un poeta. «Su padre era un joven de apenas veinte años y, tras la toma del control por parte de los soviéticos de Stanislau –desde entonces, Stanislav– fue reclutado

en una unidad del ejército encargada de la tarea de exterminar a los lobos. La tarea duró varias semanas, según dijo, o tal vez varios meses, no lo recuerdo, y una vez que Stanilav volvió a ser habitable, los soviéticos repoblaron la ciudad con militares y sus familias (…)».

Creer en lobos

A las doce menos diez, Paul Auster interrumpe su lectura, otra vez, e improvisa un chascarril­lo. El ruido de la protesta continúa con más intensidad. «Quizá paren para comer». Retoma su discurso con el garabato de una sonrisa en el rostro y avanza en su poderoso alegato a favor de la ficción. «Los lobos no son solo símbolos de guerra. Son el fruto de la guerra y de lo que esta genera en la tierra». La historia obsesionó a Auster hasta tal punto que intentó averiguar si tal episodio había ocurrido en realidad, pero no consiguió ninguna imagen que acreditara lo que aquel hombre le había contado. «A falta de informació­n que pueda confirmar o desmentir la historia que me contó el poeta, prefiero creerle. Con independen­cia de que estuvieran allí o no, elijo creer en los lobos». Así concluyó su regalo inesperado, para quienes pudieron escucharlo.

Auster es uno de los autores contemporá­neos más reconocido­s desde la publicació­n de su novela ‘La invención de la soledad’, en 1982. El total de libros publicados a lo largo de estos años suman más de una veintena si se incluyen sus relatos y ensayos, además de sus guiones, entre ellos los de las películas ‘Smoke’ (1995) y ‘Blue in the Face’ (1995), en cuya dirección colaboró con Wayne Wang, así como ‘Lulu on the Bridge’ (1998) y ‘La vida interior de Martin Frost’ (2007), que dirigió en solitario. Su trilogía de Nueva York y ‘El palacio de la luna’ son las novelas más conocidas de una obra encuaderna­da por el azar y inesperado. De purísima y azabache, bien sujeto a sus palabras y a la ficción, Paul Auster recibe una ovación compacta y cerrada. Su maestría para abordar lo doloroso e inesperado brilla en el discurso que ahora reposa, mecanograf­iado para la ocasión, en una bandeja de plata.

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// GUILLERMO NAVARRO A la izquierda, Auster en la ceremonia. Arriba, su discurso mecanograf­iado

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