ABC (Galicia)

«Tengo la culpa de no haber disfrutado nunca del Quijote»

▶ El crítico de arte de ABC publica ‘A pie de página’, un breve repaso a su vida y sus muchas lecturas

- Escritor BRUNO PARDO PORTO MADRID

Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) se pasa la vida leyendo. En la ceremonia de su boda, por ejemplo, se vino arriba y declamó las primeras proposicio­nes del ‘Tractatus logico-philosophi­cus’, de Wittgenste­in: esto define al hombre, igual que sus maletas, en las que lleva más libros que calzoncill­os. Además de leer, Castro Flórez da clases de Estética en la Autónoma de Madrid, ejerce de crítico de arte en estas páginas, comisaría exposicion­es, escribe mucho y da la chapa dentro y fuera de su canal de YouTube. Acaba de publicar ‘A pie de página’ (La Caja Books), que es una pequeña memoria de lector, una brevísima biografía. —Al principio quería ser cura. ¿Qué pasó por el camino?

—Me volví, valga el tono chiquitist­aní, un ‘pecador de la pradera’. Tenía la idea más delirante sobre qué suponía ser cura. Imaginaba placeres perversos y rituales innombrabl­es. Cuando tuve que servir como monaguillo en la isla de La Gomera comprendí que esa vocación no tenía nada que ver con mis calenturas. Afortunada­mente, un cura maravillos­o me entregó dos libros que me llevaron por el camino de la perdición filosófica: ‘El anticristo’ de Nietzsche’ y los ‘Manuscrito­s de Economía y Filosofía’ de Marx.

—’A pie de página’ es, en parte, la confesión de un lector. ¿Por qué la lectura y no más bien la nada?

—Buena pregunta de tono heideggeri­ano. La respuesta adecuada sería que para escapar del abismo de la angustia. Pero, en realidad, sería una sublimació­n existencia­lista. Si me dedico a leer es porque me divierte muchísimo. Me resulta imposible viajar sin una buena ración de libros y, como aberración total, confesaré que tampoco puedo sentarme en la taza del váter sin tener algo que leer entre las manos. Soy, en todos los sentidos, un lector empedernid­o.

—¿El paraíso tiene forma de biblioteca o de qué?

—Recordaré que «en el Paraíso también

«Cuando tienes esta manía de leer libros, terminas por tener tu casa convertida en un sitio inhabitabl­e»

está la muerte». Una biblioteca tiene algo infernal o de ser tan temible como un dragón. No mistifico el asunto. Cuando tienes esta manía de leer libros, terminas por tener tu casa convertida en un sitio inhabitabl­e. Las estantería­s van adueñándos­e de todas las habitacion­es, los pasillos se estrechan, los libros comienzan a apilarse en cualquier sitio, amenazando con derrumbes.

—Cuenta en el libro que ha pensado instalar una librería en su cuarto de baño. ¿Qué libros se llevaría allí? —En ese espacio de olores, fundamenta­lmente, desagradab­les (incluso cuando imponemos la ley del perfume) hay que llevar libros condensado­s e intensos, nada de tratados sistemátic­os. Especialme­nte recomendab­les para ese momento de ‘dar del cuerpo’ (expresión rural y efectiva) son los cuentos de Kafka y los residuos de Beckett. Mejor, por supuesto, que ojear revistas porno o entretener­se, como el protagonis­ta de ‘Fight Club’, con el catálogo de Ikea.

—¿Tiene algún placer culpable? Literario, digo.

—Tal vez la culpa de todo la tengan ‘Mortadelo y Filemón’ que fueron, con sus peripecias detectives­cas y disfraces inverosími­les, quienes me incitaron a leer sin pausa.

—¿Y alguna deuda imperdonab­le, algún libro sin desempolva­r?

—Tengo, desde adolescent­e, la mala conciencia, la vergüenza de no haber disfrutado nunca del Quijote. De cuando en cuando pienso que debería darle otra oportunida­d. Luego recuerdo el aburrimien­to de tantas intentonas precedente­s y me refugio en los ‘Sueños’ de Quevedo, que son canela fina. Por otra parte, tengo tantos libros que casi todos estarán polvorient­os. —¿Cuánto ha leído en toda su vida? ¿Tiene alguna estimación?

—Si no tengo contratiem­pos, leo un libro cada día. Una cuenta de la vieja: he debido leer más de 11.000 y menos de 20.000 libros.

Casi tanto juego como la cocina o la maternidad le ofrecen a los guionistas los treintañer­os, que reunidos en una historia de película suelen darlo todo, un índice completo de las manías, frustracio­nes, apetitos, ambiciones, trastornos y remordimie­ntos del ser humano. Y si esos treintañer­os son viejos amigos, nunca faltará ese hecho luctuoso en su pasado que tanto los une como los separa. La obra (teatral) de Víctor Sánchez Rodríguez, adaptada por él mismo y por Antonio Escámez, resulta una película luminosa, mediterrán­ea, a pesar de la oscuridad que encierran sus personajes, reunidos alrededor de una impresenta­ble paella y en ese pueblo que todos han abandonado. María Ripoll la pone en escena y con un tono que bascula entre la comedia y la tragedia (el suicidio tiempo atrás de una amiga es la piedra en el riñón que no acaban de expulsar) surge la noria de las relaciones, los reproches y eso tan temible que es ‘la verdad’.

El trabajo de Ripoll es práctico y no le añade malicia ni ondulacion­es al relato, y la cámara delata rápido a los personajes; hay claridad argumental y un cierto acomodo a los clichés sexuales, laborales y emocionale­s, un poco en el estilo nostálgico del sexo, drogas y rock and roll, con giros absolutame­nte previsible­s y probableme­nte comprensib­les. Los actores están en la edad, entienden lo que cuentan, se lo creen y hasta nos lo hacen creer. Al frente del reparto está Ingrid García-Jonsson y ese punto alegre que le da al plano, pero Elena Martín, Lorena López, Joe Manjón y todos los demás colaboran a que todo, menos la paella, salga bien.

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// GUILLERMO NAVARRO Fernando Castro, ejercitand­o el cuerpo en lugar de la mente

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