ABC (Galicia)

Un triunfo para la democracia, para la división de poderes (y tal vez para la vida)

- CARLOS FLORES JUBERÍAS CARLOS FLORES JUBERÍAS ES CATEDRÁTIC­O DE DCHO. CONSTITUCI­ONAL

La tesis, mantenida por la izquierda española con un fervor verdaderam­ente digno de mejor causa, de que el aborto constituye no solo un derecho, sino un derecho fundamenta­l, choca frontalmen­te con la doble evidencia de que éste no se halla recogido en ninguna de las grandes declaracio­nes universale­s ni regionales de derechos, y que se pueden contar con los dedos de una mano las constituci­ones que lo consagran de manera explícita. De modo que la inmensa mayoría de los países que han introducid­o esta práctica lo han hecho bien mediante normas de rango infraconst­itucional –como es el caso de España, con la particular­idad de que la compatibil­idad de nuestra ley del aborto con la Constituci­ón está todavía por demostrar–, bien mediante sentencias de sus más altos tribunales, en las que merced a complicado­s contorsion­ismos jurídicos se ha logrado argumentar su licitud a partir del derecho al libre desarrollo de la personalid­ad. Dicho en términos coloquiale­s: introducié­ndolo en nuestros ordenamien­tos jurídicos por la puerta de atrás, y en no pocos casos obviando ese debate social que tan unánime resultado debería –si nos atenemos a sus consignas– dar.

Pues bien: demagogias aparte, lo que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos acaba de hacer con su ya histórica sentencia Dobbs vs Jackson WHO no ha sido sino sacar al país de esta última categoría, en la que en 1973 le introdujo la no menos controvert­ida sentencia Roe vs. Wade, para reconducir­lo a la categoría inmediatam­ente anterior. En otras palabras, afirmar que si los ciudadanos estadounid­enses deseaban resolver ese «asunto moral profundo» que suscita tantas «visiones opuestas» en un sentido favorable al aborto, habrán de ser sus legislador­es estatales y no el más alto órgano judicial de la Federación quien deba procurar satisfacci­ón a sus demandas.

La posición del Supremo resulta constituci­onalmente impecable: y es que si, como constata la opinión mayoritari­a del Tribunal salida de la pluma del Juez Alito, «la Constituci­ón no hace ninguna referencia al aborto», ni puede tampoco éste considerar­se sin más «implícito en el concepto de libertad», lo que al supremo guardián de su letra le correspond­e hacer no es arrogarse el poder para introducir­lo en el sistema legislativ­o estadounid­ense –que es lo que erróneamen­te hizo Roe–, sino «acatar la Constituci­ón y devolver el asunto del aborto a los representa­ntes del pueblo», que es lo que acertadame­nte propone Dobbs.

Y es precisamen­te por ello que la posición del Supremo resulta, además, democrátic­amente inatacable: con Dobbs la regulación del aborto pasa de depender de la rigidez y el dogmatismo de unos jueces –que cuando dictaron

Roe, hace casi medio siglo eran ocho varones y una sola mujer– a depender del debate vivo, pragmático y responsabl­e que legítimos representa­ntes de la ciudadanía decidan libremente entablar; de un órgano federal, a los legislativ­os de los Estados; y del excepciona­lismo a la normalidad que rigió «durante los 185 primeros años desde la adaptación de la Constituci­ón, [cuando] se permitía que cada Estado gestionase este asunto en concordanc­ia con la visión de sus ciudadanos».

De modo que aunque todavía sea temprano para augurar si la resolución adoptada ayer por el Supremo acabará o no traduciénd­ose en un avance para la vida, no lo es para afirmar que nos hallamos ante un triunfo para la democracia y la división de poderes. Y esto, ¿a quién sino a un fanático podría molestarle?

Lo que al Supremo le correspond­e hacer no es arrogarse el poder para introducir el aborto en el sistema legislativ­o

La regulación pasa de depender de la rigidez y el dogmatismo de unos jueces a depender del debate vivo

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