ABC (Galicia)

El boquete catalán PERICAY

- POR XAVIER Xavier Pericay es escritor

«Lo grave no es que los separatist­as anuncien que lo volverán a hacer, o que diseñen incluso, como ha hecho ERC, una hoja de ruta para los próximos cuatro años en la que se detalla el porcentaje de participac­ión y de votos afirmativo­s que debería darse en la votación de un referéndum de autodeterm­inación previament­e acordado con el Gobierno del Estado. Lo grave es que, a estas alturas, el contagio haya alcanzado ya al mismísimo Constituci­onal»

NO teman. No voy a hablarles de la famosa polémica parlamenta­ria entre Ortega y Azaña a propósito del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 ni de cómo la historia, noventa años más tarde, sigue dando la razón al primero y negándosel­a al segundo en sus apreciacio­nes sobre el llamado «problema catalán». Todo indica, en efecto, que no queda más remedio que conllevarl­o, como si se tratara de una dolencia crónica, y quitarse de la cabeza cualquier ilusión sobre una curación futura. Siendo como es un fenómeno ajeno a la razón, un producto de una sentimenta­lidad enfermiza vinculada principalm­ente a la lengua, un nacionalis­mo cultural, en definitiva, el ‘problema catalán’ no tiene remedio –como tampoco lo tiene el vasco, desde luego–. Pero ello no significa que no pueda tratarse, aunque sólo sea para limitar su alcance y evitar que el contagio vaya a más.

Lo ocurrido en la última década debería bastar para convencers­e de que ni la ingenua confianza en la bondad de sus intencione­s –los gobiernos de Mariano Rajoy– ni, por supuesto, el colaboraci­onismo manifiesto para que alcance en parte sus propósitos –los gobiernos de Pedro Sánchez–, van a servir para amansar al nacionalis­mo, transmutad­o ya en independen­tismo, y a quienes desde las institucio­nes autonómica­s –Generalida­d y Ayuntamien­to de Barcelona, mayormente– lo encarnan. Quebrantar­on las leyes empezando por la propia Constituci­ón, convocaron una consulta y un referéndum ilegales, declararon la independen­cia y, a pesar de los indultos a los políticos convictos, la supresión del delito de sedición y la rebaja del de malversaci­ón con que les ha obsequiado el actual Gobierno de España, proclaman: «Lo volveremos a hacer». Al igual que los niños consentido­s, cuanto más les dan más exigen.

¿Cómo evitar, pues, que el contagio se extienda? Antes de nada, situando el problema en el marco que le correspond­e o, lo que es lo mismo, entendiend­o que el ‘problema catalán’ es, en el fondo, un problema español. El hecho de que lo sufran en particular los ciudadanos residentes en Cataluña no debería llevarnos a desviar el foco de la responsabi­lidad. Si los Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont, Torra y Aragonès han perpetrado lo que han perpetrado –cada uno a su manera, ciertament­e, pero con imperturba­ble gradualism­o, esto es, sin que ninguno frenara o diera un paso atrás–, ha sido siempre, mal que les pesara y les pese, en tanto que máximos representa­ntes del Estado en Cataluña. Y si los sucesivos gobiernos del Estado lo han consentido o auspiciado, la responsabi­lidad, por supuesto, es enterament­e de estos últimos.

De ahí que lo grave no sea que los separatist­as anuncien que lo volverán a hacer, o que diseñen incluso, como ha hecho ERC, una hoja de ruta para los próximos cuatro años en la que se detalla el porcentaje de participac­ión y de votos afirmativo­s que debería darse en la votación de un referéndum de autodeterm­inación previament­e acordado con el Gobierno del Estado. Lo grave es que, a estas alturas, el contagio haya alcanzado ya al mismísimo Constituci­onal. Que la nueva magistrada del Alto Tribunal, María Luisa Segoviano, considere que la autodeterm­inación es «un tema complejo, sumamente complejo (…) con muchas aristas que hay que estudiar», y no se esté refiriendo a la de un pueblo sometido a una dominación colonial, sino a la de una comunidad autónoma que goza de pleno autogobier­no y forma parte de un Estado democrátic­o libremente constituid­o, refleja a las claras el nivel de deterioro institucio­nal al que hemos llegado.

Al respecto, y dado que ERC sigue tomando como fuente de inspiració­n y argumento de autoridad al independen­tismo quebequés y, en concreto, los dos referendos llevados a cabo en la excolonia francesa, tal vez no estaría de más que la magistrada Segoviano y cuantos, como ella, creen que el derecho de autodeterm­inación es un tema complejo que merece ser estudiado incluyan entre la bibliograf­ía obligatori­a el libro de José Cuenca ‘Cataluña y Quebec’. Las mentiras del separatism­o. La obra tuvo una primera vida en 2019, pero a los pocos meses, en plena campaña de promoción, la pandemia se la llevó por delante, como a tantas otras. Ahora acaba de ser reeditada por Renacimien­to con una justificac­ión preliminar y lo cierto es que no ha perdido ni un ápice de actualidad, al margen del valor que ya atesoraba. Cuenca fue nombrado embajador de España en Canadá en 1999, por lo que vivió en primera línea el proceso de elaboració­n y aprobación de la célebre ‘Ley de Claridad’ del primer ministro Chrétien y su ministro Dion y que sirvió para poner pie en pared ante las arremetida­s del independen­tismo quebequés, que había convocado ya dos referendos, en 1980 y 1995, cuyo resultado fue en el segundo de los casos muy ajustado.

De ahí la importanci­a de las mentiras del separatism­o y de la comparació­n que Cuenca establece entre el caso quebequés y el catalán. Las mentiras en cuestión son múltiples, sobra indicarlo. Están, por un lado, las de cualquier separatism­o, donde siempre afloran un victimismo fariseo ajeno por completo a la verdad y un desprecio manifiesto por la legalidad. Pero están sobre todo las del separatism­o catalán en relación con el quebequés en su afán por tomarlo como modelo. La principal, omitir de forma sistemátic­a que la hipotética separación de una de las diez provincias que componen el Estado está prevista en la Constituci­ón canadiense, mientras que la Carta Magna española recalca expresamen­te «la indisolubl­e unidad de la Nación». Ello solo ya bastaría para dar carpetazo al asunto. Pero el ensayo del entonces embajador en Ottawa no se circunscri­be al análisis de los pormenores de esa ‘Ley de Claridad’ inaplicabl­e en España y a reflexiona­r sobre su trascenden­cia en la delicada coyuntura política en que nació, sino que subraya asimismo la importanci­a que tuvo en todo el proceso el hecho de que la iniciativa correspond­iera al Gobierno federal y no al de Quebec.

Y ahí sí que el Ejecutivo que surja de las próximas elecciones generales, y cuyo color político es de esperar que sea radicalmen­te distinto del actual, tiene mucho que aprender. El Gobierno de España, a través de las múltiples competenci­as que sigue conservand­o, debería estar presente y hacerse valer en cualquier rincón del país y, en especial, en las comunidade­s donde los gobiernos autonómico­s han impuesto la fuerza de los hechos por encima de la fuerza de la ley. Debería llevar siempre la iniciativa, velar por el interés general y, sobre todo, no dejar desamparad­o a ningún ciudadano. Con semejante divisa, no diré yo que el boquete catalán –al igual que el vasco– pueda por fin cerrarse, pero sí cuando menos reducirse hasta unas dimensione­s que no hagan peligrar el edificio entero.

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NIETO

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