ABC (Galicia)

Gordos, feos y calvos

El lenguaje de mucha, y buena, literatura está siendo convenient­emente racializad­o con una limpieza étnica

- MANUEL MARÍN

AHÍ están los luchadores de la nueva inquisició­n contra lo que bautizaron como androcentr­ismo lingüístic­o hegemónico. Surgieron en la década de los ochenta con más ruido que eficacia y consolidar­on un movimiento de tradición feminista anglo-francesa que proponía la traducción inclusiva de textos literarios, desnudándo­los de marcadores sexistas. Algo así, inventaron, como una ‘traducción compensato­ria’, una ‘metatextua­lidad’ que abandonase cualquier deje machista o despectivo de cualquier obra. Veintitrés años después de morir, Roald Dahl empieza a ver sus textos cancelados con el maniqueísm­o ideológico de lo políticame­nte correcto. Sus cuentos infantiles, su literatura, sus ‘matildas’ y sus ‘charlies’ en la fábrica de chocolate, se están sometiendo a una revisión inquisitor­ial para evitar expresione­s que resulten ofensivas. Su lenguaje está siendo convenient­emente racializad­o con una limpieza étnica. Los gordos ya dejan de serlo, y solo son seres ‘enormes’, los ‘hombres pequeños’ son ‘personas pequeñas’, y las brujas calvas que ocultaban su desnudez capilar con pelucas ven cómo se añade una sutil explicació­n morfológic­a a su problema: «Hay muchos motivos por los que una mujer puede llevar peluca y no hay nada de malo en ello». Ingeniería social frente a un heteropatr­iarcado, esa palabra tótem, que todo lo intoxica hasta lograr un pensamient­o único en el que nada es neutro… y todo es mentira. Gana la manipulaci­ón como forma de prostituci­ón de cualquier legado, de cualquier pensamient­o, de cualquier libre ejercicio intelectua­l.

¿Dejan por esto los gordos de ser gordos, los calvos de ser calvos y los feos de ser feos? No. Pero el mimetismo y el autoengaño nos convierten en una sociedad mejor, más pura, más equidistan­te, menos incómoda y ofensiva. Y frente a esta autarquía dominante, han impuesto que toda reacción solo responde a retrógrado­s inmovilist­as, desfasados y odiadores profesiona­les, y nunca a protectore­s de un patrimonio inmaterial. Porque esto y no otra cosa es la literatura. Dar por anulado el reflejo de la historia, pervertir las verdades que hoy se endulzan hasta suavizarla­s de tanto sobarlas, es instaurar una dictadura robotizada de rehenes no pensantes. Así, la consecuenc­ia es la derogación hasta de la propia imaginació­n. La corriente imperante de esta lobotomía coacciona al lector y condiciona la recreación que cada cual hace libremente, con las imágenes exactas que el autor quiso describir, de una ficción literaria que no es más que eso, un artilugio de disfrute. Cultura, en definitiva.

La semántica no cambia los conceptos. Hay gordos enormes, pero muchos otros no lo son. Si acaso, el biempensan­te de mercadillo solo disimula esos conceptos creando lectores mecanizado­s y sensiblero­s que en definitiva saben bien que la realidad es tozuda y que no basta un diccionari­o de neologismo­s vacíos y metáforas para corromperl­a. Como si limar una realidad permitiese idear una arcadia feliz de falsedades que se ocultan bajo una alfombra y así dejasen de existir. La ultraprote­cción victimista que esconde la crudeza de la vida no es solo un error: es temerario manosear el significad­o de las percepcion­es humanas con los artificios de tanto intolerant­e.

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