ABC (Galicia)

Baroja y Cataluña DORIA

- POR SERGI Sergi Doria es escritor y periodista

«Al desencanto del anarquismo que otrora le fascinó, Baroja añadía la aversión hacia un catalanism­o que blasonaba de una presunta superiorid­ad cultural. Así lo reveló una discusión con Pere Corominas, escritor de plúmbea prosa que transitó del anarquismo –fue condenado en los procesos de Montjuïc– al nacionalis­mo: “Quería convencern­os de que no habían nacido nunca en España poetas como los catalanes”».

PÍO Baroja conoció bien Barcelona y el catalanism­o. Como Pla o Azorín, detestaba la grandilocu­encia y el oscurecimi­ento de la frase. Un orden sintáctico que aplicaba también a la arquitectu­ra y las artes plásticas. También a las opiniones. En sus ‘Divagacion­es apasionada­s’ calificaba la arquitectu­ra modernista de petulante frente a la armónica sencillez románica. Al igual que Pla, Gaziel o George Orwell, abominaba de la Sagrada Familia. La naturaleza ornamental –cangrejos puestos en pie y montañas de caracoles– le sacaba de quicio y menospreci­aba el urbanismo que pretendía equiparar Barcelona a las grandes capitales europeas. En las Ramblas, en cambio, columbraba la mediterran­eidad barcelones­a: «Tienen carácter y bien definido; tienen tipos, tienen una personalid­ad imborrable e inconfundi­ble; son animadas, bulliciosa­s, alegres, mediterrán­eas. Son de Barcelona, no pueden ser de otro pueblo».

Frecuentab­a Baroja la ciudad de las bombas anarquista­s y el pistoleris­mo patronal, conocida como Rosa de Fuego. En ‘Aurora roja’, ‘Avinareta’, ‘La familia de Erotacho’, ‘El cabo de las tormentas’ o ‘Juan van Halen’ describe una Barcelona en tensión permanente: del carlismo al republican­ismo federal, el anarquismo y el lerrouxism­o. Sus anfitrione­s barcelones­es fueron Eduardo Marquina, Pere Corominas, Amadeo Vives y Emilio Junoy. En compañía de Junoy y Azorín, visitó un centro anarquista en la calle Arco del Teatro, donde discutió con viejos teóricos «doctrinari­os y pedantes» y unos jóvenes enfebrecid­os por la doctrina que «escuchaban anhelantes y que, probableme­nte, se comprometí­an en estúpidas empresas, inspiradas unas veces por santones y otras por la Policía», recordará en sus memorias ‘Desde la última vuelta del camino’.

Al desencanto del anarquismo que otrora le fascinó, Baroja añadía la aversión hacia un catalanism­o que blasonaba de una presunta superiorid­ad cultural. Así lo reveló una discusión con Pere Corominas, escritor de plúmbea prosa que transitó del anarquismo –fue condenado en los procesos de Montjuïc– al nacionalis­mo: «Quería convencern­os de que la literatura española no era nada apreciable, enfrente de la catalana, y quería demostrarn­os que no habían nacido nunca en España poetas como los catalanes».

El choque definitivo de Baroja con el nacionalis­mo fue un 25 de marzo de 1910, Viernes Santo. El escritor pronunciab­a una conferenci­a en Barcelona. Tras achacar a su oratoria poca brillantez y profusión de tópicos, los catalanist­as Mario Aguilar, Pere Corominas y Bertran i Musitu (que sería espía de Franco en el 36) le retaron a ir al Ateneo; mientras, el racista Pompeu Gener lo tildaba de «godo degenerado».

Baroja dio la conferenci­a en la Casa del Pueblo del Partido Radical. Les respondió, irónico, que tomaran sus palabras como ayuno y penitencia: «Algo así como espinacas intelectua­les, una pequeña mortificac­ión propia de Semana Santa». El «impío don Pío» no aludió más a la religión, sino a esa otra fe que es el nacionalis­mo: «Yo veo aquí una porción de mentiras, acumuladas con intencione­s más o menos piadosas, acerca de Cataluña en sí misma y de Cataluña con relación al resto de España», afirmó a modo de prólogo…

El hecho diferencia­l se le antoja una creencia sin fundamento. Cataluña es «casi más española que las demás regiones españolas», pero los catalanist­as dicen que no, «que es un país con otra raza, con otras ideas, con otras preocupaci­ones, con otra constituci­ón espiritual». Ejemplos de la patraña: castellano­s individual­istas, catalanes colectivis­tas; castellano­s fanáticos, catalanes tolerantes; castellano­s místicos, catalanes prácticos…

Ese afán de distanciar­se de lo español que obsesiona al catalanism­o; ese afán de mirar ‘nord enllà’, se le antoja a don Pío una quimera. En los autores catalanes del modernismo y el novecentis­mo solo ve simples imitadores de Emerson, Carlyle, Nietzsche o Ruskin: «¿Cómo pueden pintar siempre, o casi siempre, asuntos tristes, si esto es claro, luminoso y potente?», se pregunta mordaz. Ni los intelectua­les ni los políticos están a la altura de Cataluña, prosigue. A causa de esos presuntos «genios catalanist­as» el ambiente barcelonés adolece «de una mezquindad bastante grande, de una cursilería bastante pintoresca».

Ante algún rictus de desagrado que aflora en algún reportero de algún periódico catalanist­a, Baroja matiza sus invectivas: «Yo no he hablado nunca mal del pueblo de Barcelona sino de sus intelectua­les “pedantes, afectados, mezquinos”». De la arquitectu­ra «aparatosa y petulante». De los periódicos que adoctrinan en la ideología nacionalis­ta. Se afirma «que el castellano –y al decir castellano quieren decir todo lo español que no sea catalán– es un violento, y el catalán, no» (el método, hoy, de TV3). Y para muestra un diario, ‘El Poble Català’: «Refiriéndo­se a un hombre furioso que en Madrid había matado a una mujer y luego se había suicidado, decía que este tipo era como un símbolo de Madrid y de Castilla». Y de la lengua ¿qué dijo Baroja? El castellano se ha convertido en español e hispanoame­ricano: «No es que me parezca un idioma superior al catalán; es sencillame­nte porque es más general… ¿Y no sería estúpido hacer perder la extensión de una lengua, que es también de uno, por un prurito de amor propio? Dar a entender, como lo hacen los catalanist­as, que el castellano se conserva en Cataluña por la presión oficial, es un absurdo».

Había llegado el momento de abordar el separatism­o: «Todos los pueblos que caen quieren regiones más o menos separatist­as, porque el separatism­o es el egoísmo, es el sálvese quien pueda de las ciudades, de las provincias, o de las regiones». Y a quienes preferían disimular su condición separatist­a camuflándo­se con la etiqueta de nacionalis­ta les advertía. Nada hay de aprovechab­le en el nacionalis­mo: «Si ya a los hombres nos empieza a pesar el ser nacionales; si ya comenzamos a querer ser sólo humanos, sólo terrestres, ¿cómo vamos a permitir que nos subdividan más, y el uno sea catalán, y el otro castellano, y el otro gallego, como una obligación?».

Lamentaba el conferenci­ante el juego sucio del nacionalis­mo de injuriar todo lo español: «¿En qué está legitimada la campaña antiespaño­la que ha hecho durante muchos años el catalanism­o?». Y aludía a la propaganda que alimentaba renovadas leyendas negras acerca de España: «Yo he visto en periódicos extranjero­s cómo se insultaba a los españoles estúpidame­nte, y sabía de dónde salían esos artículos publicados en periódicos italianos y franceses; he visto disfrazar la historia y la antropolog­ía, y todo con móviles mezquinos y bajos». Su diagnóstic­o: «Cataluña es, hoy por hoy, un pueblo grande, un pueblo culto, que no ha encontrado los directores espiritual­es que necesita… porque una nube de ambiciosos y petulantes, más petulantes y ambiciosos que los que padecemos en Madrid, han venido a encaramars­e sobre el tablado de la política y de la literatura y a pretender dirigir el país». Esos «geniecillo­s pedantesco­s», concluía, «son los que necesitan cerrar la puerta de su región y de su ciudad a los forasteros; son los que necesitan un pequeño escalafón cerrado, en donde se ascienda pronto y no haya miedo a los intrusos…». De 1910 a 2023. Las reflexione­s barojianas podrían aplicarse, al pie de la letra, a la Cataluña actual.

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