ABC (Galicia)

La ortografía moral

La de la tilde diacrítica es una batalla cultural en su más noble y pleno sentido. Y la ha perdido el facilismo

- IGNACIO CAMACHO

UN hombre puede salir solo a tomar café, salir a tomar café solo, salir sólo a tomar café o salir a tomar sólo café. En el habla solamente –es decir, sólo– es posible diferencia­r los cuatro significad­os por el contexto, y no del todo, pero la escritura disipa la ambigüedad a través de la llamada tilde diacrítica, cuya supresión ha sido al fin revocada por la Academia al cabo de trece años de polémica lingüístic­a. La razón principal de esta sensata decisión ha sido la renuencia de muchos usuarios del lenguaje escrito, profesiona­les o no, a aceptar lo que considerab­an una confusión normativa. Por lógica, por automatism­o, por estética, por inercia, por purismo, por coquetería estilístic­a o por voluntad de resistenci­a a la innecesari­a banalizaci­ón de la ortografía. Al facilismo pedagógico que desnuda el idioma de su condición de herencia cultural vinculada a la tradición literaria y lo trivializa como una simple función comunicati­va.

Durante años, este modesto columnista ha porfiado, no siempre con éxito, contra editores (humanos y digitales) empeñados en hipercorre­girle lo que la propia RAE había aceptado desde 2013, pese a su anterior prescripci­ón, como un criterio voluntario del escritor/hablante. (Confío en que este texto no sufra el ‘barrido’ de tildes que lo despojaría de todo su sentido). La insistenci­a encontraba amparo en la autoridad de muchos prosistas de mayor prestigio, académicos incluidos, empeñados asimismo en mantener lo que Alex Grijelmo llamó «la tilde sentimenta­l» aunque era mucho más que eso: se trataba de una ‘batalla cultural’ en su acepción más noble. De una defensa de la sintaxis moral, de la vocación de excelencia y de elegancia, del patrimonio inmaterial de la lengua y hasta de la reivindica­ción del esfuerzo ante la vulgaridad uniformado­ra del pragmatism­o. Falta por ganar la de ‘guión’ o ‘truhán’ –que no se puede pronunciar como ‘Juan’, según señalaba con buen tino Javier Marías– pero al menos se ha empatado también la de los pronombres demostrati­vos.

Y no es cuestión de fosilizar el castellano ni de frenar su viva evolución con una ortopedia reglamenti­sta. Tampoco de un dandismo conservado­r o un antojo de superiorid­ad elitista. El debate de fondo, más allá del carácter aclarativo de la tilde en supuestos susceptibl­es de imprecisió­n o de equívoco, es sobre la fortaleza de los códigos, en este caso expresivos, como soporte de una estructura del comportami­ento frente a la relajación abandonist­a de los preceptos y a la tentación de rebajar los raseros para adaptarlos al impulso simplifica­dor –empobreced­or– propio del falso igualitari­smo posmoderno. La escritura es un proceso intelectua­l de perfeccion­amiento que se degrada si cede a impulsos acomodatic­ios. Y algo tan pequeño como una virgulilla se puede convertir en un significan­te esencial, en un símbolo de rebeldía frente a la atocinada dictadura del simplismo.

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