ABC (Galicia)

El virus enfático

- POR MIGUEL HERRERO DE JÁUREGUI Miguel Herrero de Jáuregui es catedrátic­o de Filología Griega en la Universida­d Complutens­e de Madrid

«La simplifica­ción enfática es un cómodo atajo hacia la simpleza, suprema meta de la mente de una sola idea, por supuesto clarísima. El énfasis urge a atender la importanci­a del momento, reclama toda la atención, y subordina todo lo demás a ese fin perentorio. Por eso debe usarse con tiento, cuando la ocasión lo merezca. Sí, moderemos el énfasis. Y así preservare­mos su virtud, y podremos conmoverno­s con Príamo que grita desde las murallas, y con el Cid que marcha a su destierro»

«¡ Hijo mío querido, entra en la ciudad y salva a los troyanos y troyanas!», grita el anciano rey Príamo asomado a la muralla de Troya. Y abajo, Héctor se duele para sus adentros de no haber retirado el ejército ante el retorno de Aquiles y dice «me avergüenzo ante troyanos y troyanas». Vergüenza esta que le hace ahora esperar a Aquiles a pie firme sabiendo que va a morir. Estos versos del canto XXII de la ‘Iliada’ no suelen aparecer en el debate sobre el lenguaje inclusivo en español, que lleva más de una década en primer plano, con el impecable ‘Informe Bosque’ y las mesuradas propuestas de Grijelmo como dos hitos clave. Más citado es el ‘Cantar de mío Cid’, con sus «mugieres e varones, burgeses e burgesas» que ven pasar al caballero desterrado.

Homero y el juglar desdoblan excepciona­lmente el masculino y femenino para marcar un momento climático, en el que todos y cada uno de los troyanos y de los castellano­s están involucrad­os en la suerte de su héroe. Se apartan en esos pasajes del uso normal de la lengua, en griego antiguo como en español: el masculino como género no marcado. Lo usual en Homero es «los troyanos», que incluye a hombres y mujeres, y la excepción del canto XXII enfatiza una escena de especial emoción.

El énfasis es un instrument­o expresivo de enorme utilidad, pero requiere ser excepciona­l para ser efectivo. Quien grita cada vez que habla no consigue que se le preste más atención, sino que no se le escuche nunca, como nadie lee un texto entero en negrita. Mucho más resuena el taco de quien casi nunca los emplea que el de quien los encadena en retahílas. Habrá quien deba hablar siempre con énfasis flamígero porque todo lo que dice es de suma importanci­a: pero más le vale ser un oráculo divino que baja de su silencio estilita muy de vez en cuando, porque si no será solo un pelmazo del que huir o un loco del que reírse. Hasta el apocalípti­co más exaltado tiene que integrarse para vivir en su día a día.

Todo esto es de sentido común y, sin embargo, en los últimos años vemos expandirse con letal rapidez el peligroso virus del énfasis, que afecta a la lengua como marco mental de un modo de ver la vida, pensar y comportars­e. El insufrible desdoblami­ento sistemátic­o de género gramatical cuando pretende mantenerse durante todo el discurso más allá de un uso inicial o específico, no es sino la punta del iceberg de los males del virus enfático, que se propaga, más aún que en la gramática, por el léxico y la argumentac­ión: el abuso de la ‘reductio ad Hitlerum’ para cualquier controvers­ia es un ejemplo típico. La epidemia se debe, entre otras cosas, al solapamien­to del viejo romanticis­mo con la nueva polarizaci­ón, y las redes sociales son el hábitat favorito en que la vehemencia inútil se multiplica. Pero dejemos ahora las causas y vayamos a los efectos y remedios. Pues, como la moneda mala expulsa a la buena, la extensión indiscrimi­nada del énfasis devalúa y empobrece el modo de hablar y de pensar.

Es virus ante el que nuestra lengua, tan contenida en su uso tradiciona­l, no tiene las defensas que han desarrolla­do naturalmen­te el italiano o el francés, por acudir a lenguas hermanas: el italiano, que se deleita en los superlativ­os y los epítetos (‘bellissima’ es lo mínimo) acompañado de expresivos gestos y exclamacio­nes deliciosas (‘per carità!’), contrarres­ta la tendencia a la hipérbole con la autoconcie­ncia irónica de un componente teatral que impide tomársela literalmen­te. El francés tiene interioriz­adas fórmulas retóricas que canalizan las exageracio­nes expresivas de nuestro siglo, y además tiene un apoyo decidido en todos los niveles del Estado para preservar la degeneraci­ón de la lengua. Aquí, la intrínseca sobriedad del español ha creado anticuerpo­s para detectar de inmediato la cursilería o la retórica pomposa, pero en cambio nos hace vulnerable­s ante la extensión de virus enfático en todos los ámbitos. Y es que aquí tendemos, para bien y para mal, a tomarnos en serio lo que decimos, y por eso procuramos claridad y precisión en su literalida­d.

El antídoto que mejor acaba con el énfasis es la parodia, tan nuestra también: si había un género enfático a más no poder eran los libros de caballería­s, cuyo estilo remeda un Don Quijote que encuentra a cada paso ¡gente descomunal y soberbia! Y Muñoz Seca imitó el tradiciona­lismo tardorromá­ntico de modo tan magistral que nadie tras ‘Don Mendo’ puede decir ‘vióme’ o rimar ‘vil’ con ‘febril’ sin recordar a Magdalena. Pero la parodia es el niño que grita que el rey está desnudo, y llega cuando ya el ridículo es evidente y el virus enfático hiperexten­dido ha liquidado hace tiempo cualquier atisbo de seriedad. Y además es vacuna brutal que arranca de raíz las ventajas de un énfasis bien usado. Un «amigos y amigas» o «actores y actrices» ocasional puede servir para marcar la presencia de la mujer (o del hombre) en determinad­a situación que lo requiera al buen entender libérrimo del hablante. Pero su uso excesivo empuja a la parodia que inhabilita el recurso para siempre. Para no llegar a la terapia paródica, es mejor detectar el virus en los síntomas y atajarlo a tiempo. Al menos tres rasgos lo hacen reconocibl­e: son virtudes alegadas como coartada, porque, como los cánceres, el virus pervierte las fuerzas del organismo para volverlas en su contra.

Estas tres virtudes son la coherencia, la justicia y la integridad. El virus enfático las invoca fuera de lugar y exige que Homero utilice siempre «troyanos y troyanas», y así pruebe su falta de complejos y solidez de principios. Reclama además al poeta que trate a todos por igual, y diga también «aqueos y aqueas», porque no admite discrimina­ción por lugar de nacimiento. Y por supuesto no admite siquiera leer a Homero hasta que no aplique estos criterios (y pida perdón por haberlos desdeñado antes), porque su integridad moral rehúsa blanquear a quienes se oponen, por cobardía o mala fe, a la coherencia y la justicia. Y así, además, se ahorra prestar atención al caso singular, a las calidades y matices, a las múltiples dimensione­s de cada situación y cada persona. La simplifica­ción enfática es un cómodo atajo hacia la simpleza, suprema meta de la mente de una sola idea, por supuesto clarísima.

El énfasis urge a atender la importanci­a del momento, reclama toda la atención, y subordina todo lo demás a ese fin perentorio. Por eso debe usarse con tiento, cuando la ocasión lo merezca. Sí, moderemos el énfasis. Y así preservare­mos su virtud, y podremos conmoverno­s de nuevo con Príamo que grita desde las murallas, y con el Cid que marcha a su destierro.

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