LA NUEVA CENSURA DE PIEL FINA
La industria cultural en los tiempos de la cancelación se mira en las redes como la madrastra en el espejito reputacional, a la búsqueda del prestigio en temas y valores de moda
LA censura ejercida en los textos originales de Roald Dahl o Ian Fleming que ha saltado en las últimas semanas a los titulares pone a nuestra sociedad frente a una de sus más profundas paradojas. El supuesto objetivo de actualizar los textos de estos autores con el fin de que no molesten a determinadas minorías o grupos sensibles no es suficiente para que sea alterada la integridad de la obra protegida por el derecho de autor. Todos los censores de la historia han tenido un motivo tácito o expreso para la alteración y la eliminación de textos, todos han querido acallar una disidencia, una herejía, una ideología o algún estilo, lenguaje o cultura específicos que molestaban o chocaban con la concepción manca del mundo que define a quien atenta contra las obras de los otros. El hecho de que ahora hablemos de grupos de lectores sensibles o de potenciales víctimas de supuestas ofensas por calificativos como ‘gordo’ o ‘feo’ no cambia un ápice la consideración del problema. La civilización occidental ya ha pasado por casos mucho más graves (como editar ‘Mein Kampf’ en Alemania) y los ha resuelto con respeto e inteligencia, comentando el contexto pero sin tocar una coma del original.
Lo curioso es que en el caso de la nueva censura se ha contado con el beneplácito de los herederos que custodian el legado de los citados escritores. Un autor siempre escribe o produce una obra en un contexto concreto que responde a un momento singular. Esa es la fuente del derecho moral del autor, algo sin duda subjetivo e intrasladable que llega sólo en parte a los herederos. Del derecho moral lo que se traslada al heredero es la capacidad de proteger la obra en su integridad, no la de alterarla; se trata del derecho a proteger el texto original de cualquier cambio, da igual si es por un buen motivo o por una nueva posibilidad de explotación. El editor tiene un derecho conexo que permite añadir comentarios y contexto, como con buen tino hacen cada día muchos editores, añadiendo notas, prólogos y estudios que permiten entender el momento de la creación. Pero la obra original es de algún modo sagrada. Oscar Wilde decía con razón que quien se adentra en una obra de arte lo hace a su propio riesgo. Así ha sido y debe seguir siendo, porque si no estamos generando un nuevo malestar en la cultura, asociado con la pulsión de evitar cualquier incomodidad al ciudadano, que sería tratado como incapaz para evitarle la lectura de una palabra molesta. La paradoja es que la censura se ejerza en nombre del respeto a los otros, entre los que el autor, a todas luces, parece que ya no cuenta.
Hay que comprender esto para calibrar lo que está ocurriendo con Dahl, Fleming y otros. Esta polémica acontece en el corazón de la poderosa actividad económica asociada a la cultura, los libros y las adaptaciones audiovisuales. Una nueva edición es una nueva promoción. Y la industria cultural en los tiempos de la cancelación vive mirándose en las redes como la madrastra en el espejito reputacional, a la búsqueda del prestigio en temas y valores de moda, que no tienen por qué ser los la obra ni los del contexto en el que fue creada. Cambiar la obra original es censura, por más que el censor tenga una piel tan fina.
Además, las asociaciones de lectores sensibles que, en el mundo anglosajón, han producido esta censura reciente nacieron en los ámbitos de las redes en las que ha resultado tan fácil denunciar autores y cancelar obras en nombre de grupos de ofendidos. Así le ha ocurrido incluso a J. K. Rowling, atacada y cancelada por sus opiniones. Ese vector incorporado a la labor editorial debe ser manejado con cuidado si no queremos acabar en ‘Un mundo feliz’. La libertad está en juego.