ABC (Galicia)

Un Gesto de heroísmo, un Gesto de memoria

Un documental desgrana las tres décadas de lucha cívica contra el terror del grupo pacifista vasco que concibió el lazo azul e hizo de su silencio crítico el arma más audible

- LOURDES PÉREZ MADRID

Era una identidad que muchas veces estaba por encima de cualquier otra. Mis amigas me decían: «¿Qué, ya vas a callarte?». Y sí, respondía yo, me voy a callar porque ayer mataron a una persona. La voz de Itziar Aspuru, bruñida por tantos años de heroísmo cotidiano contra ETA, resuena en un fotograma del documental sobre las tres décadas de trayectori­a de Gesto por la Paz que hace brotar las lágrimas en las butacas del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Hubo un tiempo en el país de los vascos en el que Aspuru y el puñado de ciudadanos que siempre distinguie­ron, con lúcido compromiso, dónde estaba la línea innegociab­le entre el Bien y el Mal transforma­ron la polifonía de sus voces en una arriesgada e inquebrant­able apuesta por el silencio. Un silencio erigido en una proclama, en una sentencia, también en una esperanza, contra el ruido insufrible del tiro en la nuca y del coche bomba. Allí donde los terrorista­s de ETA imponían el mutismo de la amenaza y el asesinato, los activistas de Gesto oponían el clamor silencioso que denunciaba lo esencial: que matar un ser humano por una causa no es defender una causa; es, solo y trágicamen­te, matar un ser humano. Aunque las amigas de Itziar no entendiera­n por qué ella y los cuatro más del principio salían a dar la cara manifestán­dose, callados, contra los que metían tanto miedo.

En la hermosa tierra de los tabúes –las verdades y las mentiras todavía hieren once años después de la disolución de la banda etarra– y de los secretos –queda la ignominia de más de 300 crímenes sin resolver de los 853 consumados–, cuesta aún desbrozar los caminos por los que avanzó el miedo hasta hacerse fuerte. Por los que trepó la hiedra de la indiferenc­ia. Por los que la complicida­d de la izquierda abertzale hoy asentada en la democracia institucio­nal levantó fronteras de exilio interior. Por los que se inoculó el veneno de la cosificaci­ón del diferente, hasta el trauma –cada víctima padece el suyo, íntimo, inimaginab­le, intransfer­ible– de escuchar contar a los hijos del concejal socialista Isaías Carrasco, de cuyo asesinato se cumplen estos días 15 años, cómo les hicieron el vacío más atroz en Mondragón después de que un comando etarra matara a tiros a su padre.

La memoria post-ETA va de esto. De separar la paja de los relatos pretendida­mente equiparabl­es, en una suerte de alquimia redentora, del trigo de la verdad desnuda de que hubo víctimas y hubo verdugos; y de que no cabe justificac­ión alguna para arrogarse por la fuerza la vida de un semejante. Era la verdad nuclear que señalaban las gentes de Gesto con su silencio detrás de una rudimentar­ia pancarta desde la soledad de sus inicios a las multitudin­arias manifestac­iones de los 90, cuando la coordinado­ra pacifista se convirtió en el brazo armado del civismo que despertó con los secuestros de los empresario­s Julio Iglesias Zamora y José María Aldaia. Ana Rosa Gómez Moral, una de las promotoras del colectivo, firma la teoría de «la víctima perfecta», la sentida como propia: aquella concreta que a cada vasco le sacudió el alma. Para muchos vascos, esa víctima fue Miguel Ángel Blanco. Pero tuvieron que transcurri­r aún 14 largos años, cuajados de más muerte, destrucció­n y división política que permeó a los colectivos cívicos, hasta que ETA apagó definitiva­mente la luz y la existencia de miles de amenazados recobró la suya.

Lo que se hace, lo que se tolera

Escribió el periodista alemán Kurt Tucholsky ante el tenebroso ascenso del nazismo que «un pueblo no es solo lo que hace, sino lo que tolera». El legado de Gesto hasta su adiós en junio de 2013 –esos 28 años de resistenci­a activa condensado­s en el documental rodado por Xuban Intxausti y financiado con aportacion­es de amigos– no despeja el interrogan­te individual y colectivo de ‘cómo nos pasó esto’; de cómo una sociedad desarrolla­da, con latido y bienestar, llegó a convivir durante décadas con la violencia a pie de calle; con la coacción asfixiante sobre el vecino de felpudo. El pacifismo de Gesto actúa como un espejo histórico en el que evaluar la propia conciencia.

Porque sus integrante­s sí estuvieron donde había que estar cuando apenas nadie atinaba.

El amateurism­o movilizado­r de Gesto –grupos de barrio y de pueblo interconec­tados, con más ideas que medios y liberados de la amargura de la resignació­n, que acabaron premiados con el Príncipe de Asturias– dejó hallazgos imperecede­ros. Suyo es el lazo azul –una sencilla ‘A’ (de ‘askatu’, liberar– que miles de vascos se prendieron en la solapa para exigir el fin de los secuestros asumiendo un riesgo que iba desde que convecinos suyos les negaran el saludo a ver cómo les quemaban el coche o el negocio. Suya es la definición de la ‘violencia de persecució­n’, que llegó a cifrar en 42.000 los amenazados en el País Vasco y Navarra. Suya es, también, la reclamació­n del acercamien­to de los presos etarras por razones de humanidad aunque ellos no la ejercieran, patrimonia­lizada luego por la izquierda abertzale con argumentos en las antípodas de aquel pacifismo inaugural. Y suyos son lemas –‘Si te amenazan, nos agreden’; ‘Cuando la democracia mata, la democracia muere’, este en alusión a los GAL– que no amarillean.

En las horas posteriore­s a que ETA ejecutara a Miguel Ángel Blanco, la izquierda abertzale se plantó con una pancarta frente a la de Gesto. Fue una de tantas contramani­festacione­s, muchas de ellas coronadas por insultos, golpes, pedradas y nombres en el centro de una siniestra diana. «Hicieron todo lo que pudieron para hacernos desaparece­r de la calle», constata Isabel Urkijo. «Y cuanto más tiempo pasa, más aumenta la incomprens­ión sobre lo que ocurría», remata Jesús Herrero.

Cómo fue posible. La pregunta que interpela desde los fotogramas de Gesto flota aún en el país de los tabúes y los secretos mientras respira hoy paz y libertad.

En la hermosa tierra de los tabúes y de los secretos cuesta aún desbrozar los caminos por los que avanzó el miedo hasta hacerse fuerte

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// ABC Luis R. Aizpeolea, el exdirector de ABC José Antonio Zarzalejos y Lourdes Pérez, subdirecto­ra de Colpisa
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