¡Habla poco! HURTADO SOTO
«Basta con asomarse a cualquier diario oficial para darse cuenta de que el legislador habla mucho. El número de normas y su extensión no ha dejado de crecer en el último siglo. Las causas que explican este fenómeno son muy diversas: la aparición de nuevos poderes normativos junto con el del Estado, la creciente intervención administrativa, la creencia de que el Derecho sirve para moldear la sociedad o la cultura que liga eficacia en la gestión con producción de normas»
EXISTE una leyenda, que solo los más sabios recuerdan, según la cual un dios mesopotámico hizo llamar al rey de Babilonia y le encargó dictar una ley. A fin de guiarle en esta labor, le ofreció el siguiente consejo: «¡Sé justo! ¡Habla poco, habla claro, habla cierto, habla bien y habla bello!». Nuestro legislador, por desgracia, nunca ha recibido tal consejo o, si lo ha hecho, lo ha olvidado o ignorado.
Basta con asomarse a las páginas de cualquier diario oficial para darse cuenta de que el legislador habla mucho. El número de normas y su extensión no ha dejado de crecer en el último siglo (se estima que hoy están vigentes en España más de 100.000 normas). Las causas que explican este fenómeno, que no es exclusivo de nuestro país, son muy diversas: la aparición de nuevos poderes normativos junto con el del Estado y su vocación de agotar todos sus títulos competenciales, la creciente intervención administrativa, propia del Estado social, la creencia de que el Derecho sirve para moldear la sociedad o la cultura política que liga erróneamente eficacia en la gestión con producción de normas jurídicas.
Luchar contra estos factores no es tarea sencilla, pero no se debe renunciar a exigir una cierta contención en el recurso a los instrumentos normativos. La densidad y complejidad del ordenamiento jurídico genera una enorme inseguridad jurídica, que impacta negativamente en la productividad y el crecimiento económico y provoca desasosiego en sus destinatarios, obligados a cumplir o aplicar unas normas imposibles de conocer por cualquier mente humana.
Esa «legislación incontinente» en términos de Ortega, suele ir acompañada de una falta de claridad en las previsiones legales. Es mucho más habitual de lo que los ciudadanos legos en Derecho puedan creer encontrar que un mismo texto legal dice una cosa y la contraria, que las mismas o similares previsiones se reiteran en normas diferentes o que se utilizan palabras con significados opuestos a los pretendidos o remisiones a ninguna parte.
La preocupación por la claridad de las normas es tan antigua como el propio Derecho. Ya en tiempos romanos se exigió que las leyes fueran comprensibles por todos, lo que recordaron algunos de nuestros más conocidos textos históricos y acogieron los autores ilustrados y revolucionarios. Actualmente la claridad debe entenderse como un requisito ineludible del principio democrático que consagra nuestra Constitución, pues la participación de los ciudadanos en la configuración y el ejercicio del poder requiere que puedan entender los mandatos emanados de los órganos que ostentan la representación.
La claridad reclama un adecuado orden y estructura de los textos normativos, una depurada sintaxis y una correcta elección del lenguaje que, sin prescindir de los tecnicismos propios de la ciencia jurídica, huya de la pretensión de aquel ministro que decía a su secretario que, alcanzada la conveniente oscuridad de la orden ministerial por él redactada, podía remitirla a la Gaceta Oficial.
La recomendación de hablar cierto se vincula con la estabilidad y previsibilidad de las normas y la precisión de sus mandatos. Es común entre los autores denunciar el cambio cualitativo que se viene produciendo desde hace tiempo en la figura de la ley, la cual ha abandonado la pretensión de generalidad en su objeto y de eternidad en su vigencia con la que la ideología ilustrada la identificó.
Abundan los ejemplos de normas adoptadas para lidiar con problemas concretos, coyunturales. Son las denominadas leyes singulares o leyes-medida, según la terminología de Schmitt, que se agotan con su realización. Tampoco son extraños los cambios constantes en las normas, que frustran los planes de ciudadanos y empresas y dificultan su aplicación por los operadores jurídicos. Sirvan como ejemplo las más de veinte modificaciones que la ley de contratos del sector público ha sufrido desde su aprobación en 2017, y ello pese a proyectarse sobre una materia que conlleva habitualmente largos períodos de ejecución. Esto provoca que los jueces se vean obligados en muchas ocasiones a aplicar Derecho histórico y que no sea siempre fácil conocer, pese a los avances tecnológicos habidos, las normas que se encuentran vigentes en cada momento.
Con frecuencia se olvida que las normas forman parte de un sistema, de un todo que es el ordenamiento jurídico, lo que exige ponderar con mesura los cambios legislativos que se pretenden acometer, pues sus efectos, al aplicarse conjuntamente con el resto de normas que componen tal sistema, pueden exceder con creces de los previstos.
La certeza de lo que está prohibido o permitido requiere, finalmente, que los preceptos de las normas sean precisos, para lo que debe perseguirse, como indica el Reglamento Notarial respecto de los instrumentos públicos, «la verdad en el concepto, la propiedad en el lenguaje y la severidad en la forma».
Hablar bien exige conocer de lo que se quiere hablar y el objetivo a satisfacer con la regulación. Las iniciativas de ‘better regulation’ impulsadas desde Europa han avanzado en esa dirección, exigiendo una motivación de la propuesta, una identificación clara de sus objetivos, un examen de alternativas, una valoración de las aportaciones del sector, un análisis de los impactos y de las cargas administrativas que la norma conlleva y una evaluación posterior. El descuido en el cumplimiento de estas medidas, que ha sido censurado por los órganos consultivos y ha determinado la anulación, en ocasiones, de la norma que acompañan, las priva de eficacia y las convierte en un mero incordio con el que tienen que lidiar los encargados de redactar las normas.
El sosiego y la reflexión son también necesarios para alcanzar la bondad de la regulación, lo que requiere distinguir las urgencias de las prisas y evitar que las premuras de la política queden plasmadas en normas apresuradas y defectuosas, condenadas a ser revisadas en un corto espacio de tiempo.
Por último, debe el legislador perseguir la belleza, pues «donde se respira fealdad no es posible hallar ni concepto verdadero ni solución justiciera». Nada de bello tiene el uso abusivo del lenguaje de género o de siglas y anglicismos. Ninguna estética puede encontrarse en el empleo incorrecto de los signos de puntuación, en la frase larga saturada de oraciones subordinadas o en la reiteración innecesaria de términos.
Por el contrario, la alianza clásica de la verdad, la justicia y la belleza es más fácil de hallar en el lenguaje natural, sencillo, conciso, en la frase corta, en la renuncia al tono emocional, a la motivación o al adoctrinamiento y en el uso del leguaje imperativo que con claridad indique lo que la norma jurídica ordena, permite o prohíbe.
Solo aplicando estos sabios consejos de aquel dios mesopotámico podrá el gobierno de las leyes acercarse al ideal de la justicia.