Ética y estética
La corrupción moral es tan honda e impúdica que algunos exhiben sin rubor una letal indigencia estética
EL análisis político se ha llenado de metáforas imposibles cuando lo más útil sería rescatar algunas viejas categorías. El bien y el mal, lo justo y lo injusto, o lo feo y lo bello son duplas con las que se construyeron civilizaciones enteras. Estoy conforme con que en la academia dediquemos esfuerzos a establecer taxonomías manieristas para diferenciar diecisiete tipos de democracia deliberativa, pero cuando es la supervivencia de la decencia lo que está en juego, no estaría mal volver a los básicos.
La neurosis ideológica nos ha nublado la capacidad de análisis, pero la realidad es tan pornográficamente decadente que el diagnóstico y la terapia de lo que nos sucede debería devolverse a sus criterios más fundamentales. Mi abuela nunca leyó a Kant, y a lo mejor hasta por eso era una mujer intachable. Su consejo y su juicio atinado a veces se limitaba a reproducir una intuición que para los clásicos resultó fundamental. El ‘nulla ethica sine aesthetica’ para ella se resumía en una frase: hay cosas que no hay que hacer porque no está bonito. Así de simple. Y ya saben que la lengua española es platónica sin saberlo, puesto que lo bueno y lo bello están emparentados etimológicamente en ese sencillo adjetivo.
Sospecho que esa moral de mínimos se debe parecer mucho a la de nuestros mejores compatriotas. Pero si los buenos se parecen, es probable que los canallas también sean semejantes. La mediocridad que rodea al caso del Tito Berni sólo es comparable a su enorme potencia literaria. Una calidad narrativa que aguarda todavía la resolución de no pocas entregas. Prostitutas, cocaína y diputados son ingredientes invencibles en un relato que se hará imposible de ocultar y de olvidar. Los culpables, naturalmente, irán saliendo uno a uno mientras crepitan nerviosos a la espera de que la verdad aflore.
Todo, al final, es cuestión de la calidad personal con la que se nutren las instituciones. Sea un partido político o una sociedad gastronómica. La corrupción moral es tan honda e impúdica que algunos exhiben sin rubor su indigencia estética. Hay gente que se deja corromper por un millón de euros y hay otros que lo hacen por un descuento en el Ramses. Cuestión de categoría, supongo. Pero en la rima perfecta del desastre se exhiben incluso quienes están llamados a portar la digna púrpura de la portavocía. Entre lo mucho inolvidable siempre quedará la imposible respuesta de Patxi López a la ejemplar pregunta de Mariano Alonso: «¡Pero qué más te da!». Si efectivamente diera igual, no habría ningún motivo para no dar la relación completa de comensales. Pero si alguien prefiere preservar alguna información, es que hay algo que ocultar. Y la experiencia dice que ese ocultamiento acaba por hacerse imposible. Como tantas veces, tenía razón mi abuela. No está bonito, no.