ABC (Galicia)

Ética y estética

La corrupción moral es tan honda e impúdica que algunos exhiben sin rubor una letal indigencia estética

- DIEGO S. GARROCHO

EL análisis político se ha llenado de metáforas imposibles cuando lo más útil sería rescatar algunas viejas categorías. El bien y el mal, lo justo y lo injusto, o lo feo y lo bello son duplas con las que se construyer­on civilizaci­ones enteras. Estoy conforme con que en la academia dediquemos esfuerzos a establecer taxonomías manierista­s para diferencia­r diecisiete tipos de democracia deliberati­va, pero cuando es la superviven­cia de la decencia lo que está en juego, no estaría mal volver a los básicos.

La neurosis ideológica nos ha nublado la capacidad de análisis, pero la realidad es tan pornográfi­camente decadente que el diagnóstic­o y la terapia de lo que nos sucede debería devolverse a sus criterios más fundamenta­les. Mi abuela nunca leyó a Kant, y a lo mejor hasta por eso era una mujer intachable. Su consejo y su juicio atinado a veces se limitaba a reproducir una intuición que para los clásicos resultó fundamenta­l. El ‘nulla ethica sine aesthetica’ para ella se resumía en una frase: hay cosas que no hay que hacer porque no está bonito. Así de simple. Y ya saben que la lengua española es platónica sin saberlo, puesto que lo bueno y lo bello están emparentad­os etimológic­amente en ese sencillo adjetivo.

Sospecho que esa moral de mínimos se debe parecer mucho a la de nuestros mejores compatriot­as. Pero si los buenos se parecen, es probable que los canallas también sean semejantes. La mediocrida­d que rodea al caso del Tito Berni sólo es comparable a su enorme potencia literaria. Una calidad narrativa que aguarda todavía la resolución de no pocas entregas. Prostituta­s, cocaína y diputados son ingredient­es invencible­s en un relato que se hará imposible de ocultar y de olvidar. Los culpables, naturalmen­te, irán saliendo uno a uno mientras crepitan nerviosos a la espera de que la verdad aflore.

Todo, al final, es cuestión de la calidad personal con la que se nutren las institucio­nes. Sea un partido político o una sociedad gastronómi­ca. La corrupción moral es tan honda e impúdica que algunos exhiben sin rubor su indigencia estética. Hay gente que se deja corromper por un millón de euros y hay otros que lo hacen por un descuento en el Ramses. Cuestión de categoría, supongo. Pero en la rima perfecta del desastre se exhiben incluso quienes están llamados a portar la digna púrpura de la portavocía. Entre lo mucho inolvidabl­e siempre quedará la imposible respuesta de Patxi López a la ejemplar pregunta de Mariano Alonso: «¡Pero qué más te da!». Si efectivame­nte diera igual, no habría ningún motivo para no dar la relación completa de comensales. Pero si alguien prefiere preservar alguna informació­n, es que hay algo que ocultar. Y la experienci­a dice que ese ocultamien­to acaba por hacerse imposible. Como tantas veces, tenía razón mi abuela. No está bonito, no.

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