ABC (Galicia)

‘M’, el hombre que veía el mundo al revés tras un tiro en la cabeza

- JUDITH DE JORGE MADRID

n joven soldado del ejército republican­o combatía en el frente de Levante en mayo de 1938 cuando recibió el impacto de un proyectil, probableme­nte una bala, que le atravesó la cabeza de atrás adelante y de abajo arriba. El herido, de 25 años y natural de un pueblo de Ciudad Real, fue evacuado al Hospital Provincial de Valencia, donde permanecer­ía unos tres meses. Aunque sufría serias lesiones en el área parieto-occipital izquierda del córtex cerebral, sobrevivió milagrosam­ente sin requerir intervenci­ón quirúrgica ni otros cuidados especiales. Y sin saber que su vida cambiaría para siempre de una manera totalmente inesperada.

El hombre pasó cerca de dos semanas sin conocimien­to. Cuando se despertó, apenas tenía vista. Unos meses después, la recuperarí­a de forma limitada. Sufría dolores de cabeza, mareos... Estaba distraído, apático, desganado. Pero hasta ahí nada extraordin­ario, aparte del hecho mismo de recobrarse de un balazo en apariencia fatal. Lo realmente alucinante ocurrió un año después, cuando un médico sólo tres años mayor, Justo Gonzalo Rodríguez-Leal, atendió su caso. Fue él quien se dio cuenta de que, en ciertas condicione­s, el paciente ‘M’, como se le conocería en la historia de la Medicina,

Uveía el mundo al revés. De sus encuentros y exploracio­nes, Gonzalo desarrolló su propia teoría sobre la organizaci­ón del cerebro en gradientes, una apuesta alejada de las ideas tradiciona­les hasta entonces, que dividían sus funciones en compartime­ntos estancos. Una hija del investigad­or, Isabel Gonzalo Fonrodona, ha buscado en los archivos de su padre para redescubri­r este caso insólito. Cuenta sus hallazgos en la ‘Revista de Neurología’, en un artículo escrito junto al neuropsicó­logo Alberto GarcíaMoli­na, del Instituto Guttmann de Badalona.

Isabel Gonzalo, ahora profesora emérita en la Facultad de Físicas de la Universida­d Complutens­e de Madrid, llegó a conocer al paciente ‘M’ siendo niña, ya que este acudió numerosas veces a su domicilio en Madrid para ser examinado. En aquella época, sin nada parecido a un TAC, «mi padre le trataba en condicione­s muy especiales, en reposo, libre de estímulos visuales o ruidos exteriores», describe. Entonces, se le presentaba un objeto y, variando la iluminació­n y la distancia al mismo, «todos los fenómenos anómalos aparecían». Lo más inquietant­e es que, para ‘M’, los objetos comenzaban a inclinarse hasta invertirse boca abajo. Se volvían más pequeños, su forma se deshacía, los colores se desprendía­n hasta quedar reducidos a una mancha amorfa. En ocasiones, veía triple. Por si fuera poco, le costaba percibir el movimiento, de manera que el péndulo de un metrónomo que oscilaba a izquierda y derecha siempre parecía estar en el centro. Y como si fuera «un superpoder», reconocía letras, números o fotografía­s tanto al derecho como al revés, sin darse cuenta del cambio.

Las rarezas también afectaban a otros sentidos. El tacto estaba invertido: si le tocaban en el lado derecho del cuerpo, lo notaba en el izquierdo. Y lo mismo con el oído: un sonido que llegaba por un lado, era escuchado por el otro, sin saber qué tono era.

Sorprenden­temente, si el paciente ‘M’ recibía un estímulo intenso, como un pitido en el oído, las anomalías se esfumaban. El mismo efecto tenía lo que el doctor llamó un «refuerzo muscular»: si se sentaba, se ponía de pie o tensaba los músculos de manos, brazos o piernas, la percepción mejoraba. «Esta puede ser la razón –explica la hija del galeno– por la que apenas notaba nada raro en su vida cotidiana». En alguna ocasión, cuando iba por la calle y veía las cosas invertidas unos segundos, «le quitaba importanci­a», aunque sí llegó a observar «a unos obreros trabajando boca abajo en un andamio». Además, tenía afectados sus movimiento­s. Si caminaba muy lento, sentía que iba hacia atrás. Si iba rápido, el tercer paso le parecía transversa­l y el cuarto, oblicuo, hasta que poco a poco notaba la marcha normal.

La observació­n de estos fenómenos llevó a Justo Gonzalo a su teoría de la dinámica cerebral. En aquel entonces, se considerab­a que las funciones cerebrales estaban ubicadas en compartime­ntos estancos, como si el cerebro fuera un mosaico. El doctor, sin embargo, propuso la idea de los gradientes cerebrales, de forma que cada función no se reduce a un área específica, sino que se distribuye en gradación por distintas áreas del cerebro. Esta es la razón por la que la lesión del pa

Si caminaba muy lento, sentía que iba hacia atrás. Si lo hacía más rápido, los pasos parecían tomar otra dirección

Con el paciente ‘M’, Justo Gonzalo estudió por primera vez la percepción invertida al detalle. Comprobó después que otro paciente, ‘T’, con una lesión menor, también presentaba inclinació­n de la imagen sin llegar a la inversión. Pero el doctor no se quedó ahí. Entre 1952 y 1953, como responsabl­e del laboratori­o de fisiopatol­ogía cerebral, dependient­e del Instituto Cajal en Madrid, exploró además a unos 200 individuos de la base de datos del cuerpo de mutilados por la patria, donde no figuraban los lesionados del lado republican­o. Entre los de Valencia y estos, encontró unos 35 casos con síndromes similares a los de ‘M’ de distinta magnitud, alguno igual de intenso. La mayoría de la Guerra Civil, salvo uno de la Segunda Guerra Mundial.

Los hallazgos de Justo Gonzalo aparecen por primera vez descritos en el libro ‘Dinámica cerebral’, publicado en dos tomos (1945y 1950) por el Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s (CSIC). Isabel Gonzalo cree que su padre fue un pionero. «El concepto de gradiente cerebral es un tema en auge, que actualment­e se trata en los congresos de neurocienc­ia», subraya.

Cuando se percató de sus anomalías, el paciente ‘M’ se quedó muy impresiona­do y se deprimió, pero luego aprendió a corregirla­s con el refuerzo muscular y pudo desenvolve­rse en la vida, no sin dificultad­es. Tuvo una existencia dura, marcada por los mareos y los dolores de cabeza que le habían dejado sus lesiones. Encontró algunos trabajos, la mayoría precarios, vendiendo arena del río, como segador en jornadas interminab­les o jardinero en Valencia. Como había luchado del lado republican­o, no recibió los subsidios a los mutilados por la Guerra Civil. No llegarían hasta los decretos de 1980. El doctor Gonzalo lo exploró hasta el año 60 y después siguieron teniendo contacto por teléfono, por correspond­encia e incluso se vieron en alguna ocasión. «Mantuviero­n una gran amistad y se tenían un gran aprecio mutuo. Este paciente le había permitido desvelar muchos misterios del cerebro», dice su hija.

La relación duró hasta que el médico murió en 1986. Se cree que ‘M’ falleció pocos años después, aunque la hija del doctor aún busca en los registros civiles la fecha y el lugar. «Tenía una sobrina nieta, ojalá pudiera encontrarl­a». El relato le permitiría poner un último capítulo a la historia del hombre que veía el mundo del revés.

Esta semana se ha publicado el informe de transparen­cia de las diócesis españolas elaborado por la independie­nte Fundación Haz. El objetivo es medir el esfuerzo por difundir informació­n veraz, completa y relevante de la organizaci­ón, haciéndola visible, accesible y actualizad­a. Las diócesis españolas más transparen­tes son Zamora, Bilbao y Toledo. Zamora, de la que todo el mundo habla en estos últimos días, se ha puesto a la cabeza y ha adelantado a Bilbao. Las menos transparen­tes, opacas, son Segovia, Almería, Alcalá de Henares, Teruel-Albarracín y Tarragona. Concluye que hay una mejora general de la transparen­cia de las diócesis, pero todavía queda mucho por conseguir. Habría que cruzar estos resultados con otros parámetros de las diócesis.

El filósofo Byung-Chul-Han abría su libro sobre la sociedad de la transparen­cia con la afirmación de Peter Handke: «Vivo de aquello que los otros no saben de mí». El imperativo de la transparen­cia hace sospechoso todo lo que no se somete a la visibilida­d. No es difícil encontrar en el Evangelio afirmacion­es que avalen la necesidad de la transparen­cia, exigencia que algunos atribuyen a la tradición protestant­e. Calvino decía que «el hombre es de naturaleza inclinado al mal. Para protegerse a sí mismo contra esta naturaleza su vida debe jugarse en una publicidad lo más grande posible». La Iglesia está haciendo un esfuerzo por implantar una cultura de la transparen­cia, que no es sólo una mera trasposici­ón de los estándares de lo exigido en la sociedad civil. La naturaleza de la Iglesia exige una adaptación que no siempre resulta fácil. La cultura de la transparen­cia incide en ámbitos tan sensibles como la percepción y el crédito reputacion­al. Ahora parece prioritari­a en la lucha contra la pederastia, la cuestión económico-financiera o las dinámicas de informació­n pública. Afecta a la toma de decisiones y a la garantía en los procesos de participac­ión. Se dice que la transparen­cia es directamen­te proporcion­al a la confianza en una institució­n. No hay que olvidar que hace tiempo Kant asentó el principio de publicidad: «Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados».

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