Suzanne Valadon, la musa de la bohemia parisina que se consagró detrás del caballete
▶ El MNAC acoge la primera gran retrospectiva que un museo español dedica a la pintora francesa
Es casi un milagro que quepa en una exposición, que las paredes sean capaces de contenerla. Porque, por más que la historia se empeñase en orillar su nombre, en aplanarla a martillazos para reducirla a madre, esposa y, con un poco de suerte, también musa y modelo, Suzanne Valadon (1865-1938) fue un portento de la naturaleza. Una artista que lo era todo, causó sensación a ambos lados del caballete y plantó bandera en la cima de Montmartre, ahí donde bullía el impresionismo. Mujer en un mundo de hombres, posó para Renoir, Puvis de Chavannes, Toulouse-Lautrec, Utter, Steinlen y Wertheimer, enamoró a Erik Satie hasta las trancas (o hasta ese pozo de angustias que fue ‘Vexations’, que vendría a ser lo mismo), maravilló a Degas, y acabó pintando cosas tan extraordinarias como ‘La habitación azul’, imponente óleo de 1923 que cierra en el MNAC la primera gran retrospectiva que le dedica un museo español.
Es el final del recorrido y, según se mire, también la mejor manera de resumir la carrera de una mujer que saltó del trapecio para convertirse en cotizadísima modelo profesional y, acto seguido, triple salto mortal: agarró los pinceles y se convirtió en pintora, en pieza clave de la bohemia parisina. «Hizo el tránsito de modelo a artista en uno de los entornos más complicados posibles, junto a los pioneros de la modernidad y en un mundo muy masculinizado», explica Eduard Vallés, jefe de colecciones del MNAC y comisario junto a Philip Dennis Cae de una exposición que reúne más de una centenar de óleos, grabados, dibujos y esculturas para reconstruir, paso a paso, la fabulosa epopeya de Valandon. «Se suponía que no podía ser artista porque ya había sido modelo, y de las grandes, pero persistió», subraya Vallés.
«Eres uno de los nuestros», le dijo Degas cuando vio sus primeros trabajos, dibujos al carboncillo que realizaba a escondidas entre posado y posado. Valadon, sin embargo, no era como nadie: hija de una lavandera suiza de dieciséis años, trabajó como florista, camarera, verdulera y lavandera; fue trapecista en el circo Mollier; y se paseaba por Montmartre con ramo de zanahorias y una cabra a la que, decían, alimentaba con sus obras fallidas. Antes de eso, con 17 años, empezó a facturar como musa. Primero Pierre Puvis de Chavannes; luego todos los demás. A saber: Renoir, Forain, Hynais, Wertheimer, Henner... También Toulouse-Lautrec, quien, chistoso él, le cambió el nombre: «Tú, que posas desnuda para viejos, deberías llamarte Suzanne», le dijo en referencia al mito de Susana y los viejos. Dicho y hecho, ‘moría’ Marie-Clementine y nacía Suzanne.
La reconquista del desnudo
En 1882 conoce al periodista catalán Miquel Utrillo, otro bohemio vocacional imantado por los locos años de la ‘belle epoque’, y tiene un hijo de padre desconocido que acabará siendo, apellido prestado mediante, Maurice Utrillo, pintor aficionado al bebercio y a la autodestrucción. Para eso, claro, aún faltan unos cuantos años, justo los que Suzanne dedica a consagrarse como artista.
En el MNAC, una foto tamaño mural de la musa saliente posando desnuda para el austríaco Vojtêch Hynais apunta por dónde irán los tiros. «Cuando pinta desnudos se impone a todos su contemporáneos –defiende Vallés–. Su trabajo escapa de la mirada estereotipada masculina, también de la femenina, y, al no tener formación, retrata a las mujeres con mucha más naturalidad». El desnudo es, de hecho, uno de los hilos conductores de una exposición que arranca con ‘La echadora de cartas’, un ejercicio de simbolismo críptico y color desbordante, y se cierra con el desnudo
FUERA DEL LIENZO
Ilusos quienes pensábamos que al hilo de la festividad (anticipada y/o manipulada) de San Fernando llegaría la reconquista de la Maestranza. El feriante homenaje al Rey Santo terminó a las tres de la tarde, cuando inesperadamente para muchos se subió sobre una escalerilla uno de los taquilleros de la plaza para colgar el cartel de ‘no hay billetes’. Quinto de la temporada. Fue ésa la gran conquista de un miércoles de farolillos en el que tampoco llegó la reconquista de la afición, que sigue obnubilada por el suceso del pasado lunes. Ni ha vuelto salir un toro como Florentino ni se ha visto un torero como Juan Ortega, que conforme pasan los días más nos muestra las costuras del resto de sus compañeros del escalafón.
Llegaban los toros de Borja Domecq con el viento de cola tras un arranque de temporada exultante. Una corrida casi bordada en su pintura, aunque frustrante en su final. Mejor en la forma que en el fondo. Como Picarón, el primoroso primer toro de Jandilla. Una hermosura que reconquistaba el equilibrio de la plaza. Si no era éste el toro de Sevilla, cerca estaba. Sin confundir lo coqueto con lo decente. Hechuras y trapío; calidad y remate. Sin romper a embestir la corrida, al menos fue aparente en su estampa. Menos atractivo fue el saludo de este Picarón: frenado en el capote de Manzanares, con las manos por delante.
¿Cuánto medirían las manos de este primero de Borja Domecq? Un toro bajísimo, como rectilíneo sobre su lomo. Que abrochaba su trapío con morrillo, perfil y cara. ¡Ole por Borja Domecq! Pero se vencía en la distancia, como si